lunes, 2 de noviembre de 2015

VIII: Violada

     Ella lo sabía. Todo era sospechoso, y sentía la impetuosa necesidad de juntar todas las piezas del rompecabezas. Mala hierba nunca muere, pensó mientras cerraba con llave la vieja puerta carcomida. Doña Victoria, su madre, ya hecha a la idea de que su hijo había desaparecido para siempre entre los cadáveres de otros tantos hombres, había comenzado a vivir únicamente para encerrarse en su alcoba. Raramente salía de allí, y eso le facilitaba demasiado las cosas. Invisible, entre la multitud de la calle, reflexionaba sobre cómo había sucedido todo mientras un cigarro se consumía entre sus labios calada a calada. Sacó la misiva de la muerte del bolsillo del delantal y la abrió con el cigarrillo humeante entre los dedos, parada delante del puesto de correos. Esclarecería todo eso, y no le llevaría mucho tiempo.

     Aquella larga y tediosa enfermedad me había hecho perder 500 pesetas y medio mes de trabajo. Muchos de mis compañeros de la redacción habían tenido la dignidad de visitarme y echarme de menos entre el laberinto de mesas y el sonido de las máquinas de escribir. Echaba de menos ese ambiente, pero todavía debía resguardarme de cargas de trabajo innecesarias. Durante mi enfermedad, había adquirido más conocimientos sobre Letras de los que quizás podría tener el Damián de verdad, y siendo sincero como suelo ser, estaba encantado con ese hecho, me había ayudado a ver que las letras tenían una magia ilimitada dentro de sí, mientras los números se alejaban de mi apreciación de la perfección. Cuando pronuncias un número, un límite se establece; mientras que nombrando una letra, infinitas cosas pueden surgir de tu mente. Había caído en que las letras no eran una rutina para ganarse el pan, sino que eran, sin exagerar, puro arte. Muchos libros yacían en mi mesa de noche, pendientes de su devolución en la biblioteca. Los observaba sentado en la cama, cuando decidí darle una visita al bibliotecario para devolverle a su establecimiento lo que había cogido prestado. Como la enfermedad había afectado gravemente a mi sistema digestivo, desayunar no era una opción, así que decidí asearme tranquilamente. Me quité la camisa delante del espejo del baño y observé cómo había perdido peso desmesuradamente: los calzoncillos, de no ser porque tenían cordel en lugar de botones, andarían barriendo el suelo y me imaginé otro tanto en los pantalones, además de que era evidente que cabía otro Ángel dentro de la camisa. Me miré la cara y pude apreciar cómo las legañas establecían su poblado en mis bordes oculares y mi barba hacía un frente armado preparándose para la invasión de toda la cara. Cogí la crema de afeitar y me dispuse a comenzar la guerra, cuando alguien comenzó a golpear la puerta. Supuse que sería un hombre calvo que me había robado 500 pesetas, y ni siquiera me limpié la crema de la cara. Aunque estas cosas siempre suelen salirme mal, y esta vez no fue excepción.

       -¡Hombre, señor! ¡Parece usted una peineta!-Saludó Encarna, con la que había hecho muy buenas migas durante mi enfermedad. Me recordaba a una vecina mía de Madrid, Milagritos, que también era muy dada a decir lo que pensaba. Lo que las separaba claramente era su profesión: Milagritos era apodada "La panadera",  por su curiosa forma de ganarse la vida: alquilar su horno al pecado.

       -Pasen, que con la puerta abierta ha de pasar algún vecino y seré objeto de cotilleo una buena temporada. Y disculpen mi descuidado, no me ha parecido su visita.

       -¿Ha desayunado usted, don Damián?

       -Mi estómago no lo pide. -Dije, sentándome en una silla del comedor, todavía con la crema de afeitar en la cara.

       -Su estómago no, pero su cuerpo no lo pide porque no habla.-Me fijé en que Inés ni siquiera me miraba a la cara y su rostro denotaba cierta tristura y desamparo.-¡Mírese! ¡Una raspa de pescado está hecho!¡Déjese usted de tonterías y vaya a afeitarse mientras le preparamos el desayuno!

       -Sí, madre, ahora mismo.-Entoné obedientemente, para vacilar. Inés no reaccionaba a nuestras gracias como habitualmente, de tal modo que me acerqué a ella y le di un beso en la mejilla, dejando su suave cara con una mancha de crema de afeitar.

       -Señor, eso no se hace.-Retrucó Encarna con un cierto tono de indignación, mientras el rostro de Inés se plantaba con la misma expresión.

       -Madre, ¿ve que ella se haya quejado?- Escarnecí de nuevo, acariciando a Inés.

       -Porque no sabe quejarse.

       -O eso cree usted. Enseguida vuelvo.

     Me dirigí al baño, donde, mirándome al espejo del lavabo, declaré la guerra a los soldados de la barba. Cuando ya casi había terminado y estaba repasándome las patillas, entró Inés, con cara seria.

       -Te pediría permiso para entrar, pero tienes la puerta abierta.

       -Tú no tienes que pedir permiso, eres bienvenida siempre. ¿Y Encarna?¿A dónde ha ido?

       -A comprar leche, que no queda. Te ha cogido dinero de la chaqueta.

       -La Providencia ha puesto en nuestras manos tal oportunidad. Aprovechémosla.-Invité yo antes de lavarme la cara.

       -Quería hablar contigo cuanto antes. -En ese momento, pareció que envejeciese un año entero, y una lágrima resbaló por su cara como un trineo por la nieve. Me sentí mal al instante por no darme cuenta de que la desdicha había azotado su vida a latigazos, y daba la sensación de que quizás el que iba a oír fuese uno de los peores. Me acerqué a ella y, suavemente, acaricié con una mano su mejilla izquierda y con la otra la cogí por la cadera derecha.

       -¿De qué se trata?

       -Que no aguanto más en la casa de Puig.-de repente, rompió a llorar- Ayer por la noche, bebió demasiado, estaba yo recogiendo ya mis cosas para irme, cuando apareció él, me agarró de los pelos, me inmovilizó en la mesa de la cocina y ... me violó.

     No pude evitar sentir ese mismo dolor dentro de mí, imaginándome que un hombre nada atractivo, misógino y borracho me atacaba las entrañas. Un sentimiento de empatía que muchos califican de débiles, pero que sin embargo, es necesario para ser persona. Mientras la abrazaba, una mezcla de sensaciones afloró en mi mente, haciendo que desconociese si estaba enfadado, triste, con ganas de matarlo o simplemente indignado.No podía creer que un hombre de su rango y posición social fuese capaz de tal atrocidad, el hombre descarado al que pagué 500 pesetas por curarme una enfermedad.

       -Hay que ser malnacido. -le di un beso en la mejilla- Esto no quedará así, como que me llamo Án... Damián.-rectifiqué-El mastuerzo ese se va a enterar.

       -Me dijo que como se lo contara a alguien, me mataría. No quiero ir allí ni dormir en mi casa, sabe que puede encontrarme en ella y temo que me pegue un tiro mientras duermo, que me envenene o algo así.

       -De momento, te quedarás con mi padre y conmigo. Tenemos el despacho de mi madre libre, así que supongo que no habrá problema. Ya te buscaremos un sitio donde trabajar cuando ese rufián esté entre rejas.

       - No puedo quedarme aquí, y si se entera, os matará y no tendrá escrúpulos. Y más después de cómo dejaste a su hija en la estacada en su día.

       -¿Te fías de mí?

       -Mucho.-Afirmó ella, sin mirarme, entre sollozos. Verla así se me hizo más duro que mi estancia en prisión y mi enfermedad juntas.

       -¿En serio?¿De un hombre que te abraza en calzoncillos y que siempre que se afeita le queda una patilla más larga que la otra? -Se rió con la cara empapada y se puso de puntillas para darme un beso. Sentí como, tras verla así, un gran peso se me quitó de encima.

       -Claro, según Encarna, eres mi novio. Y por lo tanto, yo te quiero igual en calzoncillos y con una patilla más larga que la otra.

       -Pues te quedas aquí. No te pasará nada, ya verás.

       -Te estoy muy agradecida, de verdad.

   Enseguida reparé en sus atuendos sucios, gastados y harapientos, que denotaban bien su condición de criada pobre y maltratada, que no tenía recursos como para tener otra cosa.

       -Ponte otra cosa, que en esta casa no estás trabajando. Aquí no hay criados, cada uno se sirve a sí mismo sin necesidad de nadie.

       -No tengo otra cosa aquí, tendría que ir a casa a por ropa, pero... no me atrevo.

       -Ya iré yo más tarde, no te preocupes. De momento, te pondrás algo de mi madre, y el sábado, según me encuentre, iremos a comprar ropa para ti. ¿Te parece bien?

       -No, porque apenas me queda dinero. ¡Como para comprar ropa estoy yo!

       -¿Quién ha dicho que fuese tu dinero? Ha venido hace poco el director del periódico, Suárez, y me ha dado mi primer sueldo. Me ha dicho que no tendría en cuenta mi enfermedad, que merecía el dinero por mi charla en francés con un médico de las afueras. Así que, si en algo he de gastármelo, me encantaría que fuese en tu merced.

       -Pero tú has sido el que lo ha ganado...

       -...y por lo tanto yo mismo elijo en qué gastármelo.

     Súbitamente, un portazo nos interrumpió la conversación. Los pasos de alguien corriendo se acercaban al aseo. Encarna apareció delante de nosotros enrojecida, sudando y abanicándose la cara con la mano.

        -Don Damián...

        -Dígame, señorita.

        -Ahí fuera, delante de la barbería, han matado al mozo de la leche de un tiro y quieren llevarse preso al señor Burillo.

        -¿He oído bien? ¡Pero si ese hombre era la bondad personificada, nunca sería capaz de matar una mosca, para cuanto más una persona!

        -La desdicha ataca siempre a los pobres...-Murmuró Inés- Ese es el pago que Dios ofrece por cumplir lo que él mismo predica...

        -Tengo que ir allí como sea. Señoritas, quédense aquí, que enseguida me pongo mis vestiduras y marcho hacia el lugar del crimen.

        -Damián... -murmuró Inés.

        -¿Qué desea Su Alteza?

        -Cuidado con la mujer de vestido azul, zapatos de tacón y barra de labios color rojo pasión. Se ha enterado de que el hombre que la dejó ha venido y le armará un lío a ese hombre, y él sin ni siquiera haberla visto nunca.

     Me quedé observándola, nervioso. Sospechaba de mi falsa identidad de alguna forma, aunque quizás me estuviese alarmando. Muchos pensamientos se mezclaron en mi mente: si se enteraba más gente, Freire podría estar muerto a tiro de escopeta, Inés sería violada al antojo de otros tantos cerdos y yo acabaría de nuevo en la sala de torturas, pero saliendo con los pies por delante. Debía explicarle las cosas antes de que cometiese un error, un error del que siempre se arrepentiría. Abandoné el aseo con la mente nublada en pensamientos, sin ver apenas qué había delante de mí y esquivando la escucha de cualquier palabra ajena a mi mente, haciendo así que, al llegar a mi cuarto, me quedase paralizado mirando a la nada. Quizás debería desaparecer y dejar de complicarle la vida a una gente que no tenía nada que ver con mis "crímenes".

lunes, 31 de agosto de 2015

VII: Enfermedad

     Tras una hora y media esperando por los servicios médicos del final de la calle, increíblemente impuntuales tratándose de enfermedad que no entiende de horas; alguien golpeó la puerta. Podría haberme muerto antes, si la Providencia lo hubiese deseado. Me sentía muy débil después de aquel suceso; tenía náuseas, vómitos, una elevada fiebre y dolores de vientre y pecho. Había perdido el sueldo de casi una semana en el periódico, mas nadie me echaba de menos allí dentro, por lo que comenzaba a tener la sospecha de que empezaban a caer en que yo no era como ellos, pero eso me daba igual, como si me despedían, ya buscaría otro trabajo.

      Me levanté en ropa interior, no tenía ganas algunas de ponerme presentable para un hombre cerril de derechas. Abrí la puerta con desgana, seguramente con una faz semejante a la de Vlad Tepes a punto de empalar a alguien.

       -Buenas, don Damián. ¡Cuánto tiempo sin saber de usted!-vi que además iba acompañado por sus dos criadas, Inés y otra que no conocía, que se miraban entre ellas. Puig era un hombre grande, fortachón, con la cabeza llena de la ausencia de cabello alguno.

       -¡Señor Puig!¡Alabada sea su puntualidad!Pretendía que la muerte me hallase antes que usted, ¿no?-La criada que no conocía se comenzó a reír descaradamente detrás de él mientras Inés esbozaba una sonrisa.

       -Enfermo y con humor, es usted único en su especie.- Negó con la cabeza mientras él mismo se reía, mientras ojeaba todo el apartamento de arriba a abajo, sin dejarse un rincón. Sin haberle dado yo permiso, se introdujo dentro como Pedro por su casa.

       -Claro, claro, pase, no se corte, como si estuviese en su casa.-Espeté yo con ironía al ver su educación, pero seguidamente una náusea me hizo apoyarme contra una pared. Me sentía ebrio.

       -¡Don Damián! ¿Qué le sucede?-Preguntó Inés acercándose a mí y poniéndome una mano sobre la espalda e intentando encontrar mi mirada.

     -Que no se note...-Oí decir levemente a la otra criada, que a había entrado y cerrado la puerta.

     En apenas unos segundos me conciencié para ignorar la náusea para que nadie se preocupase demasiado por mi integridad, no quería llamar mucho la atención, aunque con el aspecto de aparición que llevaba, ya debería ahorrarme molestias.

       -¿Se encuentra usted bien?-Preguntó Puig una vez que ya logré ignorar la náusea.

       -Si, no se preocupe, solamente es una náusea. Disculpen mi desaliñado aspecto y mi asquerosa ropa interior, mi estado no está para eso.

       -Ya me suponía que eso podría suceder, así que le he traído a mis sirvientas para que le ayuden con eso, no se preocupe.

       -Más me divertiría verlo a usted realizando tales menesteres.

       -Por favor, don Damián, déjese de bromas-dijo esbozando una sonrisa- Acuéstese en su cama, que intentaré darle un diagnóstico certero en la medida de lo posible.

       -De acuerdo, disculpe el hedor y el desorden de antemano; le ruego que no se asuste. Síganme.

     Los conduje hacia mi cuarto, que desprendía un olor a enfermedad que mataría a un santo, aunque semejaba no importar a ninguno de ellos. Me hizo una gran cantidad de preguntas, me auscultó, comprobó mis reflejos y, finalmente, miró mi tensión.

       -Es algo rarísimo. Nunca en todos mis años ejerciendo había visto tal cosa.

       -Entonces,¿no sabe qué es?

       -Para nada, los síntomas parecen de gripe española, el pulso lo tiene usted aceleradísimo...

       -No digamos por qué...-balbuceó la criada que no conocía, sonriendo con cara pícara.

       -...y la tensión está baja, y sus reflejos son espléndidos. Es como si tuviera un infarto y a la vez estuviese enfermo. De momento intentaremos bajarle la fiebre, que tiene usted 40º. Iré a mi casa a consultar unos cuantos libros y le intentaré decir qué tiene, pero de no lograr saber qué padece, tendré que enviarle al hospital; podría morirse si esto no se cura. Le dejo a mis sirvientas, volveré en cuanto pueda.

       -Pero señor, no es necesario.

       -Claro que lo es, no tendrá que pagarles; ya me dará mis cien pesetas cuando vuelva, no se preocupe. Y vosotras, llenad una bañera con agua fría, lavadle la ropa y las sábanas y airead su cuarto.

       -Sí, señor...

       -Y si ve que no hacen lo que usted les ordena, no dude en abofetearlas, enseguida aprenden la lección.-No pude evitar poner los ojos en blanco. No tardó mucho en salir del apartamento, sin ni siquiera despedirse,  suponía que era porque no tardaría en volver a por sus cien pesetas.

       -Por fin se ha ido... Sí que vende caro su estiércol, la verdad.

       -Más nos alivia a nosotras que nos deje en préstamo, que quiere que le diga.-Soltó la criada que no conocía, que debía ser más extrovertida que Inés.

       -¿Os pega palizas?

       -Constantemente, al mínimo error.

       -Qué mierda de sociedad, y disculpe mi vocabulario. Ojalá alguien caiga en que las mujeres no sois ganado.

       -Convenza usted a Puig de ello.

       -Ese ya es un caso perdido, cuando le parece un chiste hacer vuestro trabajo ya no hay nada que hacer.

       -Oye, Encarna, sabes que no podemos contar eso.-Intervino Inés, por fin.

       -Es que tu novio me cae muy bien.

       -¿Ya no te fías de mí?-Intervine yo

        -No es que no me fíe...

        -...es que no me has perdonado. Lo entiendo.

        -Sí, te perdono. Con lo que has hecho hoy, bien te lo mereces. Gracias por la rosa y por la carta, demuestran bien cómo eres. Ah, y quisiera pedirte disculpas por aquel beso... se me escapó...

        -Bueno, don Damián, voy a llenarle la bañera...Los dejo solos...

        -Si necesita algo, venga a consultarme.

        -...y no era mi intención ofenderte, bajo ningún concepto...

     Me senté en el borde de la cama lentamente, para evitar una pérdida del equilibrio, y una vez incorporado, le tomé la mano.

       -¡Para nada me ha molestado!¡Tonto sería de rechazar esa actitud! Créeme que ha sido sino el mejor beso que he recibido, uno de los mejores.

       -Me halaga ese comentario mas... no he venido aquí para hablar contigo...

       -Da igual, no diré nada-el estómago me dio una vuelta y podía notar saliva en mi boca preparando el vómito. Enseguida cogí la palangana y comencé a vomitar lo poco que había comido y algo más. Inés se sentó a mi lado y me acarició mi asqueroso pelo con cariño. Podía sentir instintivamente su mirada triste sobre mí, pero todo en mí era asqueroso y me hacía sentir avergonzado.

        -Siento mucho que tengas que ver esto, de verdad.

        -Más me pesa a mí que estés así, A ver si te recuperas pronto.

        -En cuanto me ponga bien, iremos de excursión al campo, te lo prometo.

        -Pues ponte bien cuanto antes, me muero de ganas ya.

        -A ver lo que me hace el matasanos ese, no me fío un pelo de él.

        -No te fíes, haces bien.-cayó en la cuenta de que chorreaba sudor por toda la cara- Dios mío, estás sudando, te está subiendo la fiebre.

        -Esto es un sufrimiento, tener calor y frío al mismo tiempo...-No podía ni mantenerme sentado, me dieron náuseas y me tuve que tumbar de golpe.

        -Creo que me está subiendo la fiebre... Aunque más alta de lo que estaba acabará conmigo...

        -¡Encarna!¡Esa bañera es para hoy!

        -Está poco llena pero puede irse metiendo si quiere.-Respondió ella al fondo del pasillo.

        -Venga, -se levantó y me tendió la mano- levántate, yo te ayudo a llegar allí.

     El pasillo de la casa de mi "padre" era más largo que nunca y cada paso me daba más náuseas. Gotas de sudor aterrizaban en el suelo tras recorrer toda mi cara, también bajaban por toda mi espalda y por mis axilas, dejando mi ropa interior empapada. Llevaba más de una semana sin afeitarme, otro hecho que me hacía más asqueroso todavía.

       -Oiga, don Damián, quítese la ropa, que iré a lavarla, y sus sábanas también.-dijo Encarna, con cierta picardía.

       -¿Os importaría salir fuera? Me da vergüenza mostrar mi hombría.-No hizo falta repetirlo, enseguida salieron las dos y cerraron la puerta sin poner queja alguna. Perfectamente se notaba que estaban acostumbradas a acatar órdenes, aunque quizás su amo no fuese el más carismático de todos. De todos modos, su ayuda me venía demasiado bien para esta situación. Me dolía decirlo, pero las necesitaba. Hasta meterme en la bañera sin perder el equilibrio fue un reto con tal enfermedad, y aguantar su baja temperatura fue, en cierto modo, un alivio.- Podéis entrar.

      -Traigo la palangana de vomitar, por si la necesitas.- Inés se acercó a la bañera procurando no mirar, aunque en realidad, siendo ella, poco me importaba.

      -¿Puedes acercarme aquella que hay en la repisa de la ventana, para echarme agua encima?

      -Claro.

     Mientras Inés me acercaba la palangana, dándome unas vistas espléndidas de sus maravillosas posaderas, Encarna huyó con mi ropa interior y mis sábanas al lavadero, dejándonos solos de nuevo a los dos. Ella se fue a la cocina sin decir nada, pero en seguida me di cuenta de que fue a buscar una silla para quedarse cerca de mí. Solamente entonces entendí que era como si algo quisiese contarme, porque el silencio era total y yo también debería desmentirle mi mayor secreto antes de que la cosa fuese peor. Pero no quería hacerlo en aquellas asquerosas condiciones. Esperaría el momento adecuado.

sábado, 29 de agosto de 2015

VI: Sin noticias de mí

   -Padre misericordiosísimo, que te has dignado llevarte el alma de tu hijo Ángel;Otorga a los que aún estamos en nuestra peregrinación, y que aún caminamos por fe, que habiéndote servido con perseverancia en la tierra, nos reunamos después con tus benditos Santos en la gloria eterna; por Jesucristo nuestro Señor.

       -Amén.-Contestaron tres personas delante del agujero en el que iban a sepultar una caja vacía, ya que no fue posible que el cadáver del periodista fallecido fuese devuelto a su familia. Seguidamente, la mujer que estaba delante (visiblemente gastada y demacrada por la edad) se echó a llorar, mientras su hija menor la consolaba, indiferente. La chica semejaba estar ya preparada para eso, mientras que su madre había perdido un tercio de su alma. La tercera persona que había asistido al entierro era Jerónimo López-Avellaneda, un viejo periodista que había compartido mesa con el supuesto difunto en la redacción y que era un gran admirador del valor que tenía para darle un enfoque socialista a sus noticias.Para aquel hombre, don Ángel era un héroe que defendió hasta su último minuto la libertad de expresión lograda en otros lugares.


     Acabado el oficio, Avellaneda se acercó a la madre, y ajustándose las gafas, declaró filosóficamente:


        -Señora, siento mucho que haya perdido usted a su hijo, y disculpe a la redacción del diario, no han querido presentarse al oficio porque su hijo no era de su agrado; y no se crea nada de lo que esos aprovechados le cuenten si la ven por la calle, se negaron a venir. Yo soy Jerónimo López-Avellaneda, su compañero de mesa. Conocí bien a su hijo, y debo decirle que era un buen hombre, con ideales muy adelantados a este tiempo, y que por defenderlos puso su vida como precio. 


         -Mi hijo me habló muy bien de usted, don Jerónimo. Ha sido usted el que hizo aquella pequeña columna en el diario de hoy, ¿no?


         -Sí, a escondidas. Cuando el jefe lo vea, me echará del trabajo, pero merecerá la pena.


     La chica salió del cementerio y sacó un cigarro del bolsillo, junto a una caja de cerillas. Enseguida soltó la primera humarada,mientras pensaba que era técnicamente imposible que su hermano estuviese muerto. Todo era muy sospechoso y difícil de creer, porque según la carta había muerto en Madrid, pero la carta podía haber venido de cualquier parte de España.Y sabiendo cómo era su hermano, quizás hubiese sido él. Sabía que a ese puzzle le faltaban muchas piezas. 



     El sol pasaba sus rayos por la ventana en la que las dos criadas del señor Puig estaban preparando un rico pollo que había traído por la mañana una mujer para pagarle a Puig sus servicios médicos. Las dos solían hablar de todo cuanto les sucedía a lo largo del día, mas algo fallaba entonces que hacía la situación hasta incómoda. Encarna veía a su compañera triste y decaída como si estuviese hundida en una desgracia sin fondo, pero de eso ya hacía días y probablemente su tristura se fuera creciendo. Sin soportar más verla de ese modo, dejó el cuchillo encima de la tabla de cortar con violencia y se quedó mirando fijamente para ella. 


        -A ver, Inés, ya estás cantando qué te pasa. 


        -Nada...


        -¿Nada? Pues esa cara de tristeza no dice lo mismo.


        -Estoy bien, déjame.


        -Sabes que no voy a callarme hasta que me lo cuentes.


     De repente, se hizo el silencio.


        -Hace días que no sé de don Damián. Lo había invitado a que viniese a mi casa, pero... No ha venido. He sido una idiota pensando que iba a venir, y más después de lo que sucedió...


        -¿Qué sucedió?


        -Lo besé. Y creo que no fue de su agrado.


        -Si ha sido eso, creo que es un idiota. Pero lo más probable es que no, don Damián siempre fue un santo, jamás haría eso por tal estupidez. En los dos casos, la culpa no es tuya, ¿está bien?


        -Tienes razón, pero...


     El teléfono suena en el recibidor, estrepitosamente.


        -¡Encarna! Coge el teléfono.-gritó estrepitosamente Puig desde el piso superior.


        -Enseguida, señor.-la joven criada fue corriendo hasta el recibidor limpiándose las manos en el delantal- Casa del doctor Puig, dígame.


        -Buenos días señorita, ¿podría hablar con el doctor?


        -Ahora mismo no se encuentra disponible, pero pasaré recado. ¿De parte de quién, por favor?


        -Damián Freire Villanueva.-En ese mismo instante, Encarna se quedó muda.-¿Señorita? ¿Sigue usted ahí?


        -Sí, no se preocupe, don Damián. ¿Cuál es el motivo de su llamada?


        -Llevo unos días padeciendo una enfermedad que no me permite ni desprenderme de la cama, era por si podría acudir a dar un diagnóstico.


        -Descuide, se lo diré.


        -Y otra cosa, ¿está por ahí doña Inés Montero?-Encarna le hizo gestos a su compañera, que cotilleaba la conversación desde la puerta de la cocina, pero se negó a coger el teléfono-Ahora mismo está ocupada en la cocina, disculpe.


         -Vaya lástima me produce. Grandes ganas tenía yo de escuchar su voz y de pedirle mil disculpas por haberle fallado este fin de semana; más la enfermedad me ha impedido acudir a su cita. Dígale que ha sido una descortesía por mi parte, y que acepte mis disculpas si todavía cree que soy digno de ellas. Y el recado más importante, dígale a la señorita Montero que abra la puerta principal. Muchas gracias, que tenga un buen día.


        -Gracias a usted, señor.


     Desde la puerta de la cocina, Inés miraba curiosa la escena, esperando que su compañera le contara todo.


        -¿Qué quería?

        -Está enfermo, por eso no ha ido a tu casa. Y que te pide perdón mil veces por haberte fallado. Y que tenía ganas de escuchar tu voz y había otra cosa... Algo así como que abrieses la puerta principal.

        -¿Para qué?

        -Yo que sé, ve a abrirla. Si te lo ha dicho, por algo será.

     Inés se dirigió desganada a la puerta principal, la abrió y se encontró un niño rubio de seis o siete años esperando paciente delante de la puerta con una rosa roja y un sobre cerrado con cera.

         -¿Es usted doña Inés?-Preguntó el niño con cara dudosa.

         -Sí.

         -Es usted una chica muy guapa.

         -Muchas gracias, pequeñín.-se agachó para verlo mejor- ¿Cómo te llamas?

         -Ramón.

         -¿Y qué querías?

         -Esto es para usted-le entrega la rosa y el sobre, con cuidado- Y de parte de don Damián, que acepte sus disculpas, por mucho que no se merezca que se las acepte.

          -Dile de mi parte que me pasaré por allá a visitarlo,¿vale?

          -Vale.

          -Toma,-Inés saca de su harapiento delantal cincuenta céntimos y se los da al chaval-para ti, para que te compres unos caramelos.

          -Muchas gracias, señorita.

          -De nada, pequeño.

     El niño enseguida se largó corriendo en dirección a la confitería para gastarse el dinero. Inés cerró la puerta con una sonrisa de oreja a oreja y vio a Encarna mirándola con cara de zorro un poco más atrás, como si estuviese a punto de echarse las manos a la cabeza

        -Envidia me das, hombres así escasean en el mundo.

 

viernes, 14 de agosto de 2015

V: Insomnio

       "El agua de la jarra se había esparramado por el suelo, y en ella comenzaron a flotar unas cuantas hormigas. La mujer ya sabía las consecuencias de antemano: quedarse sin beber has que viniese la siguiente jarra. Pensando que no quedaba remedio alguno, se dispuso a rezar un rosario, lo que más la mantenía distraída en aquella jaula de gritos. Estaba convencida de que aquello era cierto, y que todo lo que había sucedido desde entonces era un mero error. Un error caro, de desconfianza. Un error por el que pagó muchas lágrimas al perdón, y que dejaría muchas secuelas en el caso de que pudiera solucionarse. Miró su reflejo en el agua derramada, se veía blanca como un muerto, veía múltiples canas saliendo de su cuero cabelludo y montones de arrugas que no podría quitar con ningún ungüento. No era consciente del tiempo que llevaba allí metida, pero ya era demasiado. Sabía que tenía visitas, pero que para ella no eran las más gratas; y solamente esperaba una que quizás jamás se produjese por temor."


     Tras acabar un libro sobre el alfabeto cirílico y sus orígenes, decidí apagar la luz. Mi "padre" dormía desde hacía horas, ya que lo oía roncar al otro lado del pasillo de tal modo que si vinieran a robarle, saldrían espantados temiendo que tuviese un león tras la puerta. Yo nunca cerraba las contraventanas, me gustaba dormir a la luz de la luna y ver las noches de tormenta de rayos; eran mis somníferos. Pero algo raro me sucedía, no era capaz de dormirme, aunque la cama de Damián era mullidita y grande, como a mí me gusta. Decidí encender la luz de nuevo, y una mosca comenzó a dar vueltas alrededor de la lámpara como loca, como si tuviese miedo a la oscuridad, y se posó encima de la lámpara, haciendo una sombra como la que todos los niños temen ver en sus habitaciones. Ya que Morfeo hoy no se dignaba a aparecer ante mí, saqué el tabaco y el papel de la mesa de noche y me lié un buen cigarro para relajarme.

       La noche estaba lluviosa, fea y desierta. Mientras dejaba caer las cenizas de mi cigarro quemado a la calle, observé que nadie salía a estas horas en días como hoy, solamente vi una pareja de guardias civiles haciendo la ronda represiva, que hasta me saludaron, ignorando que hacía unas semanas que había huido de su prisión. En teoría estaba muerto, ya con todo el papeleo hecho, ahora solamente faltaba que llegaran los papeles a Madrid y que mi familia se llevara el mayor disgusto de su vida.

       -Buenas noches, caballero.-Saludó el más bajo, y continué dándole conversación.

       -¡Hay que ver qué penuria tienen ustedes, tener que trabajar por la patria noche y día, llueva o haga sol!

        -¡Se hace lo que se puede! -respondió el más bajo mientras el otro,duro como un arado, se resguardaba de la lluvia pegándose a la pared.- ¿Usted no duerme?

        -No, señor, por mucho que lo he intentado, no he sido capaz. Por eso estoy fumando, a ver si me sirve de somnífero. Si quieren un poco, bajaré y los invitaré a algo.

        -No, debemos seguir la ronda.-La lluvia de repente fue a más, acabé mi cigarro, cerré la ventana y bajé a la puerta de la notaría para invitarlos. No fue necesario rogarles mucho para que entraran, enseguida aceptaron y, tras quitarse el tricornio y sus voluminosos abrigos, se limpiaron los pies en la alfombra y se sentaron en las sillas previstas para los clientes de mi "padre".

        -¿Quieren ustedes una copa de algo? ¿Un café?

        -Un whisky-Pidió el más bajo sin pensárselo mucho.

        -Que sean dos.-Declaró fuertemente el más alto, que semejaba ser hombre de pocas palabras. Mientras les servía a los agentes el whisky de la notaría, provisto para hacer las consultas más amenas, me vinieron todo tipo de pensamientos de venganza a la cabeza, pero debía contenerme y ocultar mi verdadero yo.

        -Se ve que usted es un buen hombre, un militante de la patria.

        -Es imperdonable lo que los republicanos han hecho en este país,lo han destrozado con todos esos ideales liberales y han dejado a la Iglesia demacrada. Menos mal que el dictador nos ha librado de ello.-declaré a mal sabor de boca, sirviendo los chupitos en la mesa.

        -Si todos pensaran como usted, todo sería mucho más fácil. Y dígame, ¿ha servido usted en la guerra?

        -No he podido, no me admitieron en el servicio militar obligatorio porque tuve una cólera severa y en esos años estaba estudiando Letras en Madrid. Más quisiera yo que poder servir a la patria como ustedes, pero mi salud ha quedado muy dañada después de esa enfermedad.

        -¡Así que es usted hombre de Letras!-dijo, bebiéndose el whisky de golpe- Admiro a la gente que tiene estudios de ese tipo.

        -Me halaga usted.-fui al bolsillo de la chaqueta de mi "padre" a por la tabaquera, sin perderlos de vista-¿Quieren ustedes un cigarrillo? Es de importación especial de Cuba, del mejor.

        -No, gracias, debemos marcharnos, que a las dos debemos estar en el cuartel apuntando sucesos.-Rechazó el bajo levantándose, y seguidamente el otro copió su gesto.

        -Entonces no los entretengo más, que seguramente tendrán ustedes mucho que hacer. Me ha halagado mucho su visita.

        -Gracias a usted.-Proclamaron al unísono mientras ponían sus voluminosos gabanes.

     Pronto estuvieron en la otra punta de la calle. Entonces cerré la puerta y me puse a barrer el montón de hierba que me habían metido en la notaría con sus botas. Freire me mataría si viera semejante asquerosidad sin limpiar. Fue entonces, mientras recogía todo el desastre, cuando vi la sombra de una persona por las rendijas de la contraventana, pero en el momento no le di gran importancia; pero cuando vi esa sombra pasar otras dos veces paré de barrer de repente para escuchar. No se oían pasos. La sombra dejó de pasar.

       -Bah, seguramente era un pájaro.- Pensé en voz alta, tranquilizándome. Pero la sombra volvió a pasar, y esta vez me comenzó a preocupar. Fui a mi abrigo, saqué el revólver que me regaló mi padre, el de verdad, y me dispuse a salir a disparar a lo que fuera que estuviese asustándome. Abrí la puerta suavemente con cautela y salté a la calle apuntando por todo mi alrededor y mi sorpresa fue que no había absolutamente nada, ni un pájaro, ni un hombre, ni ningún animal y entonces, decidí volver a meterme en la notaría, confuso, con el revólver cargado en la mano. No tardé mucho en cerrar la puerta con llave, y me senté en el suelo totalmente aterrorizado fumando otro cigarro para ver si me calmaba, pero no logró hacerme efecto. Miré hacia arriba, hacia el colgador, y en el bolsillo de la gabardina de Freire reposaba una nota en papel duro con tres líneas escritas a máquina.

La morte si  
aviccina, non
dimenticare. 

     En aquel momento me temí que la mujer de Freire no estuviese loca. No sabía mucho italiano, pero el poco que sabía me servía para saber que era un recordatorio de muerte.
        

jueves, 13 de agosto de 2015

IV: El beso y el francés (no el francés y el beso)

       El rey de la redacción, un objeto al que todo el mundo dirige la vista para buscar un amparo en el tiempo, marcaba pausadamente las diez menos cinco. Llevaba ya una hora girando mi cabeza para comprobar el gran gigante de madera de cerezo marcar cómo cada unidad de tiempo pasaba, y debía admitir que la sección de publicidad era la más aburrida y mal pagada de todas, aunque superara mi sueldo en el diario ABC en la sección de sucesos. Envidiaba a mis compañeros que debían ir a entrevistar a cualquiera de la contorna que tuviese un suceso interesante, aunque fuera solamente un hurto de ganado; a mí me servía. El péndulo del reloj semejaba balancearse cada vez más despacio en semejante tarde de lluvia, cuando Suárez apareció por el laberinto de mesas reclamando alguien que dominara francés, y daba la casualidad que en la redacción sólo estábamos cuatro personas incluyéndolo a él. La señorita Castrillón, una secretaria jovencita que permitía palpar sus encantos femeninos y que se podría decir que era una persona con carácter fuerte, retrucó:

       -Oh, là là...

       -Señorita, deje las bromas para luego, puede ser importante.

       -Yo domino el francés, señor.-Intervine yo, consciente de mi dominio de francés adquirido en una corresponsalía en el país galo.

       -Don Damián, lo dejo en sus manos, porque han llegado a mí noticias de que usted era un genio en su materia, confío en usted. Es una llamada de un nuevo médico francés de las afueras de la ciudad, reconocí su voz; pero no logré comprender nada de lo que quería explicarme.

     Me acerqué al despacho de Suárez bastante apresurado, debía acabar cuanto antes si quería llegar a mi citación. Cogí el teléfono y, tras una larga charla, el pobre francés solamente quería un anuncio de sus servicios en el periódico, lo cual me sumó un trabajo. La señorita Castrillón me miraba asombrada mientras hablaba, y mientras recogía sus cosas, vino a la mesa del teléfono a recoger su cuaderno de notas y aprovechar para intentar inducirme al pecado por medio de su excesivo escote; aunque conmigo ese tipo de artimañas no den resultado. Suárez me miraba orgulloso, mientras otros dos periodistas recogían las cosas mirándome con indiferencia. Colgué el teléfono, le expliqué a Suárez la situación y negó rotundamente la publicación de ese anuncio por el hecho de ser francés. No iba a discutir con él, ese hecho me arrebataría el trabajo. Iría personalmente a visitar al doctor para contarle de qué va este país.

     Regresé a mi mesa con prisa a recoger mis cosas y pude ver la hora: Las diez y diez. Si quería llegar a la puerta y que la señorita Montero estuviese allí, debía apurar. Cogí mi maletín y llevé los anuncios a la imprenta. La fresca secretaria ya había salido, y cuanto más avanzaba yo hacia la puerta, más la oía a ella gritar. Mi sorpresa fue que estaba echando a la señorita Montero de allí, y decidí frenar semejante pelea, ya que era la pelea entre la zorra y la gallinita indefensa.

       -Apártese, señora, que este no es un lugar para indigentes.

       -...

       -Por Dios, si es que cada vez hay más, acabarán por meterse hasta en las ratoneras por tener un techo...-Continuaba quejándose la secretaria, que era hija de un viejo magnate madrileño y no conocía la pobreza.

       -Señorita Castrillón, ¿qué sucede? ¿a qué viene semejante griterío?-Me introduje yo, perplejo.

       -Don Damián, menos mal que ha venido, dígale algo a esta escoria.

       -...

       -¿Escoria? Haga usted el favor, como mujer de buena condición, de mirar sus defectos antes de atacar los ajenos; y conste que la pobreza no es un defecto, es lo que la Providencia reserva para cada uno.

       -Admito que puedo haberla ofendido, pero este no es un lugar para indigentes, es mejor que la eche de aquí.

       -Déjese de tonterías y váyase a su palacete, su amante la estará esperando para echar el pan al horno, que veo que hoy ha salido bastante caliente del trabajo.

       -Don Damián, ¿acaso está usted defendiendo a esta miseria?

       -¿Todavía se ha dado cuenta ahora? Retire lo de miseria, que para eso ya está la cantidad de tela que lleva usted encima, semeja usted salida de un local de alterne de los extrarradios de Madrid.

       -Es usted un desconsiderado, debería darle vergüenza faltarme al respeto.

       -Usted me faltó a mí al respeto cuando vino al teléfono a ponerme sus palpados senos ante mi vista, y no por ello me puse de esa forma. Es usted una guarra, y perdone el vocabulario, es más malsonante, pero más explícito.

       -Váyase usted a la mierda.-Finalizó alejándose por la calle.

       -Mientras no se aleje más, todavía estaré en ella.-Grité despidiéndola con el brazo.Me giré y pude ver como la señorita Montero esbozaba una leve sonrisa.

       -No lo recordaba a usted tan...agresivo.

       -Solamente hice lo que debía.-abrí mi paraguas y lo compartí con ella-Por favor, resguárdese dentro.
       -¿Quién era esa?-Preguntó ella aceptando mi invitación

       -Esa es la secretaria del director general, están prometidos por matrimonio concertado, pero la oí hablar esta tarde por teléfono con una amiga suya (así es que gastamos tanto teléfono) y dijo que tenía un amante; además tiene a media redacción engatusada con sus malas artes, se deja tocar las posaderas y todos sus demás atributos femeninos.

       -Disculpe mi vocabulario casero, pero eso se llama "zorrear".-Estallé a risas porque la chica tenía un vocabulario demasiado desarrollado, me temía que cambiaba de registro según la situación. Comenzamos a andar hacia una cafetería que había visto en mi huida y que creí muy elegante para estas situaciones.

      -Es usted una alegría de persona, de verdad.

      -Se equivoca, mi condición no me permite ser así. Usted sí es una alegría.

      -Depende para quién, fíjese en esa que acaba de salir espantada por mí.-ambos soltamos una carcajada y al momento nos quedamos en silencio mirando para el suelo mojado. Poco pude permitir que durara ese silencio.- Por cierto, está usted hoy muy guapa, no imaginaba a ninguna diosa tan bella como usted.

      -Don Damián, no se rebaje a mi nivel, haga el favor.

      -¿Mi presencia la incomoda? De ser así no la molestaré más, la acercaré hasta su casa y no habrá problema.

      -No es eso Don Damián, hay una gran diferencia entre nosotros, y no quiero que nadie lo humille por mi culpa, solamente es eso.

      -Por eso que no se preocupe, a mí me da igual lo que opinen de mí.-Llegamos a la cafetería, y me senté con ella en una mesa de con dos sillas. Estábamos solos con el camarero- A estas horas casi se apetece algo más un whisky o algo, ¿no crees?

      -Quiero un poco de licor de guindas.

      -Caballero, por favor,-llamé la atención del camarero-ofrézcale a la señorita un chupito de licor de guindas y a mí uno de whisky, por favor.

    Mientras el camarero preparaba las bebidas, saqué la tabaquera del bolsillo junto a las cerillas y me encendí un cigarro, para pasar el tiempo y aliviar el vicio. Ofrecí a mi compañera tabaco, pero lo rechazó con la excusa de que no fumaba. Nos bebimos nuestras copas, de tal modo que cuando salimos, un dolor de cabeza comenzó a apoderarse de mi azotea; pero sin embargo Doña Inés estaba como siempre. Volvimos a emprender la marcha, con muchas risas y con la excusa de que no me acordaba dónde era su casa, pude acompañarla con el paraguas para que no se mojara.

     Ya delante del portal de su edificio, nos paramos un momento y, no sé si por la borrachera o por otra cosa, los dos nos empezamos a reír como locos.

       -Señorita Montero, me lo he pasado muy bien con usted, espero que repitamos algún día.

       -Venga a mi casa este fin de semana, el doctor Puig se va de viaje y no necesitará mis servicios. No tengo mucho para ofrecerle, pero quiero pasar más tiempo con usted.

       -No me importaría, la verdad.

       -Hasta mañana, Damián.

       -Buenas noches, Inés.

    Su última reacción fue uno de los mejores besos que recibí en mi vida, largo e intenso. Me dejé llevar por la borrachera y ella de repente paró su beso. Bajó la cabeza y salió corriendo escaleras arriba llorando.

       -¡Lo siento mucho!

     En aquel momento,no supe qué hacer. Me limité a callar y regresar a junto mi "padre", que tenía sobras de la comida para la cena.


     



martes, 11 de agosto de 2015

III: El peligro de ser quién no eres

     Mientras removía la sopa incolora de mi anfitrión, del mismo modo, removía pensamientos en mi mente; y quizás los dos fuesen al mismo ritmo. Mi "padre" me miraba desconcertado, pero tampoco se atrevió a preguntar nada acerca de por qué mi bigote había desaparecido. Estábamos sumidos en el más absoluto silencio, que ya se hacía incómodo, aunque intenté romperlo y Freire se me adelantó.

       -Señorito Moreda...

       -Llámame Damián, debo acostumbrarme.

       -Nunca creí que usted tuviese semejante parecido con mi difunto hijo.

       -Por mucho parecido que mantengamos tu difunto hijo y yo, llegará un día que no podremos mantener a todo el mundo bajo una mentira tamaña. Y hazme el favor de tutearme, se supone que soy tu hijo.

       -Mientras dure, aprovechemos.

       -A todo esto, ¿conoces una chica rubia bajita que es criada?

       -Sí, conozco muchas, hijo. Vamos, que como no concretes más, no sabré nada. ¿Para quién trabaja?

       -Ni idea, no pregunté porque me conocía, y no quise quedar mal.

       -¿Llevaba un rosario en el cuello?

       -Ahora que lo dice... No me fijé mucho, pero yo diría que algo llevaba en el cuello con cuentas por debajo de la blusa. Quizás sea ella, sí.

       -Inés Montero. Sus padres murieron ambos en la guerra, y desde entonces trabaja para el señor Puig, un médico catalán que vive al final de la calle. Fue contigo al colegio, aunque no tuviste nunca interés por ella, para ti era una persona más.

       -¿Y entonces, tenía novia antes de irme a Madrid?

       -Sí, la hija del señor Puig, pero a mí me dijiste que habías dejado una nota en su puerta y la habías dejado.

       -Siento decírtelo, pero tu hijo era un asco de persona.

       -Era muy tímido, que es diferente.

       -Puede que fuera tímido, pero eso no se le hace a ninguna mujer. Son más que objetos, más que soportes para escobas y esclavas de las tareas del hogar; también tienen sentimientos, y más intensos que los hombres. El varón tiene una mente cerril y estúpida que la mayoría de las veces se ciñe únicamente al deseo sexual; pero sin embargo ellas no piensan de ese modo, lo que haría que el mundo fuese mucho mejor si desde el principio se les permitiese hacer lo que hacían los hombres. No crea nada de lo que Nóvoa Santos redacta, su pensamiento se ve afectado por un ideal misógino, créame.

       -No digo lo contrario, estoy de acuerdo contigo. ¿Por qué querías saber de esa muchacha?

       -Porque me tropecé con ella y la tiré al suelo, y para compensar la invité a un café esta noche.

       -Que eso quede en un café, Puig te partiría los dientes si se entera que rechazaste a su hija y ahora andas con la criada.

       -Tarde has hablado, ya le dije algún piropo y no me importaría que fuera mi pareja.

       -Damián, corta la situación a tiempo. Puig puede saber si eres mi hijo o no, es médico, y de derechas, te entregaría sin dilación si por alguna prueba sabe que no eres quién dices ser.

       -Está bien, se quedará en un café... Pero porque no quiero que te pase nada.

     Me terminé el plato de sopa y limpié el plato con pan duro. Freire, al fin y al cabo, solo quería protegerme. Salí un poco antes para acudir a la librería comprar algunos libros sobre la carrera de Letras, ya que debía estudiar por mi cuenta para evitar fallos innecesarios.


       -Lo que te cuento, don Damián ha vuelto de Madrid, me lo he cruzado por la calle, y me ha hablado.

       -Que no se entere doña Coral, se pondría histérica.-replicó otra criada, Encarna, mientras lavaban la ropa.

       -Pues hasta ha quedado conmigo, me ha invitado a un café, pero no voy a ir.

       -Tonta de ti. Aprovecha, mujer.

       -Pero me ha dicho a las 10, y a esa hora debemos estar las dos para servir la cena en el comedor. Sabes de sobras qué pasa si falta una de las dos.

       -Yo te cubro, mujer, por eso no te preocupes. Le diré a Puig que tienes fiebre y te has ido a casa. Vete ahora ya, péinate un poco y ponte guapa. Que se lleve más que una buena impresión de ti.

       -Me preocupa doña Coral.

       -Piensa en ti, mujer, doña Coral que se aguante. El pobre Damián la dejó porque le salieron unos cuernecillos, y enseguida supo que había hecho el amor con Simón, el mozo que trae el carro de la leche. Puso la excusa de irse para Madrid, pero todo el barrio sabe que la dejó porque se enteró que le había puesto los cuernos. Y bien que hizo.

       -Pobre don Damián. Quizás vaya a su cita.

       -Quizás no, ve. Yo te cubro.

       -Muchas gracias, Encarna, no sé como devolverte este favor.

       -No lo hagas, simplemente disfruta.-Se giró para mirarla, pero ya había huido del lavadero.

        

lunes, 10 de agosto de 2015

II: Inés

     Al salir de la redacción, decidí visitar a un barbero para ponerle fin a mi distinguido y particular bigote, y fue entonces cuando me sentí más Freire que nunca. Pasé a ser enseguida una réplica flacucha de Don Damián, en paz esté. El barbero no tardó en reconocerme por mi identidad falsa, y tuve que actuar la situación con bastante filosofía.

       -¡Freire! ¡Cuánto tiempo sin saber de usted!-el hombre, persona nueva para mí, semejaba alegrarse de mi visita y con este motivo, me golpeó la espalda-¡Ya lo teníamos olvidado a usted en el barrio!

       -Señor Burillo,-el nombre figuraba en el rótulo de su establecimiento- el olvido es inevitable. Llegará un día en que la humanidad quede reducida a cenizas y la faz de la tierra quede poblada solamente por cucarachas e inmundicia, que ni siquiera se acordarán de nosotros.

       -¡Veo que sigue usted como siempre! Siéntese, enseguida le quitaré ese mostacho que para nada le sienta favorecido.

     Entonces, me abstraje del mundo mientras el filo de la navaja recorría mi cara. No podía seguir ocultando mi identidad, antes o después se me acabaría el ingenio para salir airoso de este tipo de situaciones. Por mucho que me pareciese o me quisiera parecer a Damián Freire, seguía siendo Ángel Moreda. Un Don Nadie, un Sin Ser. ¿Debería decir la verdad? No, enseguida me matarían a mí y encarcelarían al pobre Freire. ¿Ocultarlo? La mejor solución, quizás, pero poco ética. La confusión reinaba entre mis sesos. Decidí aprovechar mi ingenio, pero tendría que andar con cautela, la mínima errata me arrebataría la vida.

     Vi en el espejo a Damián, el hijo de Freire, quizás más favorecido que en la fotografía. A paso de gigante, salí de aquel establecimiento tras pagarle su debido precio y dar las gracias tras numerosas despedidas. La campana de la catedral anunció la una del mediodía, así que apuré el paso para no llegar tarde a la hora de la comida en mi nueva casa. Tal era mi apresuramiento que no era consciente de que pasaba mucha más gente por la calle y acabé por chocar con alguien. Un visto y no visto, tan rápido e inevitable. Una chica rubia, de aspecto pobre y descuidado había caído al suelo por mi gran estupidez. Se levantó enseguida, y sin mirarme a los ojos, quiso retomar su camino de nuevo, aunque mi moral no pudo permitírmelo.

       -Perdone, señorita, ¿Se encuentra usted bien?

       -¿Don Damián?

       -¿Quién si no?

       -Creí que no volvería nunca de Madrid.

       -Igual soy otra persona,quién sabe.-bromeé sin saber qué hacer ni dónde meterme si ocurría lo que no debiera.

       -Ahora que lo dice, lo noto más flacucho, pero esa sonrisa no ha cambiado para nada.

       -Pues con esta sonrisa la invito a un café para compensar que haya sufrido los efectos de mi estupidez.

       -Deje de tratarme de usted, que una criada no merece ese trato. Y muchas gracias por la invitación, pero debo rechazarla. Me sabe mal que usted se rebaje a este nivel. ¿Qué dirían de usted si lo ven conmigo?

       -Una criada guapa también tiene derechos, digo yo. La trataré como se merece, sin más; por lo que la dejaré que se prepare para quedar conmigo. ¿Le parece bien?

       -No puedo, señor, debo servir a mis amos si no quiero una riña... Que no le parezca mal...

       -¿No puede dedicarme un momento por la noche? Verá, soy periodista y salgo tarde de la redacción.

       -Ojalá pudiera, señor. De todos modos, debo rechazar su invitación.

       -Respeto su decisión. A las 10 de la noche, a la puerta de la redacción del Diario de Burgos, por si cambia de idea.

       -Encantada de verle de nuevo. Que tenga un buen día.

     Huyó de mí como la liebre huye del zorro. Raro sería que me aguardase a la puerta de la redacción. Pude observar cómo mis dotes para tratar a las mujeres se habían oxidado tras casi 5 años sin tener novia; pero quizás alguien que no distingue clase social para sus amoríos posea tal destino. Nunca lo había pensado. Aún así, me habían entrado ganas de oler el dulce perfume femenino; por lo que acabaría sintiendo mucho que no fuera a mi convite.



sábado, 4 de abril de 2015

I: El verdadero muerto

     Suárez me vigilaba desde su distante mesa, que se encontraba detrás de una vidriera al fondo de la redacción. Era el director del periódico y, aunque lo había conocido ayer en su asertiva entrevista, no tenía la menor duda de que que sabía ejercer bien su puesto jerárquico. Me había asignado el puesto de publicidad, donde estaba a salvo de la subjetividad y de la excesiva adjetivación que me habían encarcelado un mes antes, aunque él no fuese consciente de ese hecho. Si por el hecho de ser consciente fuese, no conocía ni mi nombre real, ni mi pasado, ni mis verdaderos ideales políticos. Ahora vivía como el hijo del señor Freire, que en un supuesto, había vuelto de su licenciatura en Letras. La realidad era que me había salvado de la muerte, el peor de todos los destinos.

     Días atrás, había conseguido llegar a la puerta del señor Freire, un notario rojo con fachada de franquista, y tener la suerte de que, tras contarle mi historia, me acogiese y me implantase la identidad de su difunto hijo, que había muerto de cólera hace dos años aproximadamente. Todos semejaban conocerme y la frase que más escuchaba últimamente era "¡Cuánto has cambiado!", aunque yo nunca hubiese visto a nadie de esa ciudad. A todo esto, me encontraba en Burgos, donde jamás hubiese imaginado estar. Yo, venido desde el Madrid más fino y distinguido, pasé un viaje corto para llegar a este destino. Quizá fuese que, cuando alguien huele a la muerte de cerca, el dios Tiempo acelera el paso de minutos y segundos para que todo pase cuanto antes.

     Pensando esto había redactado mal el anuncio de un establecimiento de venta de telas, justo cuando Suárez paseaba insinuante por el laberinto de mesas que dominaba. Me quedé inmóvil sin saber que hacer. Si lo tiraba, no había hecho nada en toda la mañana y si lo dejaba, mis virtudes periodísticas habrían dejado mucho que desear ante las expectativas. Entonces, me di cuenta de que mi compañero de la sección de publicidad había desaparecido y, como acto reflejo, cogí sus anuncios ya hechos y los puse en mi mesa. Suárez respiraba detrás de mí. Yo dudaba de si se habría dado cuenta de mi trampa. Cogió los anuncios, los revisó y, con una sonrisa, me removió el pelo. Me había salvado por poco.

     Transcurrido este primer día, llegué a casa y el señor Freire no estaba. Supuse que habría salido a hacer la compra. Dejé mi maletín en mi nueva habitación y me fui a la sala de estar a fumar un cigarro. Observé aquella estancia con atención y me fijé en una caja que había en medio de los libros de una estantería. No pude resistirme a la tentación y la abrí, bien atento por si mi anfitrión volvía a casa por sorpresa. Allí reposaban, como si de un ataúd se tratase, las fotos familiares de Freire. Una fotografía de una chica de cabellos claros y bucles, con un vestido de estampado de flores. La escena era un campo de cebada, posiblemente en verano por el cielo, que parecía estar despejado. En el reverso ponía 1918. Más abajo había fotos de la misma chica con Freire, supuse que era su mujer que, por lo que me había contado por la mañana en el desayuno, se volvió loca, diciendo que había un hombre paseando todas las noches que quería matarlo y al final no quedó otro remedio que ingresarla en un psiquiátrico. En otra fotografía salía un bebé de diez meses, más o menos, sentado en una silla de estudio. En el reverso se leía un pequeño 1920. Después, se continuaban fotos del mismo niño, del que yo tomé mi nombre falso: Damián. En el fondo de la caja reposaba una carta, dirigida al señor Freire, que también leí. Iba acompañada de una foto de estudio de un joven de mi edad, Damián. Miré fijamente esa fotografía mientras tocaba mi bigote. Me levanté y me puse delante del espejo de pie. En cierto modo, me daba un aire a él, pero no me parecía tanto como para engañar a todo el pueblo. Él llevaba gafas, el pelo peinado hacia un lado y estaba más fuerte que yo. Si quería seguir vivo, debía comenzar a querer parecerme a él.

    Dejé en el sobre la carta, pero me quedé con la fotografía. Devolví la caja a su sitio y continué observando la fotografía atentamente mientras absorbía las últimas caladas de mi cigarro. No sabía quién estaba muerto, si Damián Freire o yo, Ángel Moreda. 












domingo, 22 de febrero de 2015

Prólogo

     -No fue fácil escabullirme de todos aquellos hombres dados de la mismísima maldad del rey de los fuegos, pero al fin logré salir de prisión haciéndome pasar por un cadáver. Fui lanzado vivo a mi suerte a una fosa donde yacían cuerpos sin vida de disidentes políticos, degenerados y gitanos; donde se enterraban todos los que en vida habían tenido la desgracia de ser diferentes en una sociedad de pretendida igualdad. Allí conviví con aquellos cuerpos durante tres largos días sin poder hacer la más mínima señal de vida, creyendo ser una roca, tan frío e inmóvil. Recuerdo que una supuesta fuga en prisión me dio la bendita oportunidad de poder huir del foso y lanzarme a este lugar que desconozco. Era una noche estrellada, ¿sabe? Creí ver el paraíso. Aquella noche...¿cómo lo diría?Fue mágica. Después de correr lo que mis frágiles pies me permitieron, llegué hasta este edificio, y me permití la libertad de dormir en su felpudo. Disculpe mi atrevimiento.

     -Y entonces, ¿cuál es su nombre?

     -Perdón por no haberme presentado antes, mi nombre es Ángel, Ángel Moreda.

     -No se preocupe, yo le acogeré en mi humilde vivienda. Sus complicaciones terminarán aquí.