lunes, 6 de junio de 2016

XIII: La enfermedad de Inés

       -Marina, despierta... Que ya estamos cerca de donde hemos de bajarnos.-Susurró Max, jugando con uno de los rizos de Marina. 

     Marina despertó desconcertada. Miró a los lados y se miró en la ventana. Todo estaba en orden.

       -Max, siento haberme quedado dormida, de verdad, menuda idiota soy.¡Vengo a hacerte compañía y acabo dormida!

       -Tranquila, que si habías de dormir era por algo y mejor compañía que una mujer durmiendo en mi hombro no la he tenido en la vida. Ahora has de disculpar mi atrevimiento, pero he estado dándole vueltas. ¿Cómo es que tu madre es una aristócrata y no tiene un duro?

       -No es que no tenga un duro, es que me ha cortado el grifo. Me llevo fatal con ella, es una imbécil, por culpa de gente como ella, el país no avanza. Mi hermano buscándome un oficio, y ella que no, que las niñas no trabajan. Aquel día estallé con toda la ira que había dentro de mí, y las consecuencias fueron esas. Mi hermano se pasaba desde las cinco de la mañana hasta las doce de la noche en una redacción llena de miserables para mantenerme, y entonces fue cuando dije que no podía seguir así. Busqué empleo de criada al final de la calle, y lo poco que ganaba, me daba para subsistir yo misma. Y me ahorraba unas pesetillas cada mes, que ahora me daban para llegar a Medina.

       -No te denigres de esa forma, Marina, que vales mucho más que eso. Te he visto discutir con el sinvergüenza ese, eres inteligente, deberías estudiar algo.

       -Tengo bachillerato. En cuanto a las carreras, no me llama la atención ninguna de ellas, yo quiero dedicarme a la fotografía.

       -No es mal oficio, pero yo creo que deberías hacer algo antes, hazme caso.

       -A ver, fui a un colegio masculino en Madrid, gracias a los contactos de mi hermano; hice bachillerato en Francia y además, sé tocar el piano. Yo creo que nada más he de aprender en esta vida que no vaya a servirme para nada. 

       -Razón tienes. Pues aquí en Burgos, pocos fotógrafos hay, igual hasta tienes suerte. Conozco a uno, Santiago, igual hasta podemos encomendarte a él.

       -Mayor favor nadie podría hacerme.

       -Andaba buscando un aprendiz, pero ninguno de los que fue le resultó bien. A ver si tú le caes bien.

    El tren comenzó a reducir su velocidad. Marina comenzó a recoger todo su equipaje y a peinarse mirándose en la ventana. Max la miraba con pena, aunque bien sabía que era inteligente y con eso se bastaba. Enseguida salieron del tren, y Marina, con ganas de fumar, sacó la tabaquera del bolso y prendió un cigarro, siguiendo a Max.

       -Oye, Max, ¿quieres?

       -No suelo fumar, pero por ser tú, bienvenido sea.-se sirvió él mismo y soltó una buena calada- ¿Sabes? Te mirarán mal en el barrio por esto.

       -¿Acaso crees que en Madrid no lo hacían ya? No me importa, estoy acostumbrada.

       -Ya me imagino a las vecinas cuchicheando que eres de la otra acera o algo por el estilo.

       -Me da igual lo que piensen-dijo ella, soltando una calada.

    Max, poco acostumbrado a fumar tabaco del bueno, tosía como un enfermo. Marina, viéndolo, no pudo evitar una risa. Las calles se llenaban de neblina y la ausencia de gente por ellas resultaba evidente. Las campanas de la catedral marcaron enseguida la una de la madrugada, justo al pasar enfrente de ella. Marina se detuvo delante, todavía con el cigarro en la mano, y alzó la vista para lograr ver su fachada al completo.

         -¿Te gusta?-Preguntó Max, mirándola.

         -Más me gustaría si no fuese de los curas.

        -Qué razón. Tienen unas obras de arte admirables, y son suyas. Es una pena.

        -Más pena es no poder pensar todo esto.

     Max soltó la última calada, y tiró el cigarro. Cogió a Marina de la mano y continuaron su camino. Vieron a la criada de Puig fuera, con unos vidrieros cambiando el cristal de una de las ventanas. A Max le pareció tan extraño que lo estuviese haciendo por la noche, que no dudó en acercarse a mirar qué era.

       -Encarna, ¿qué haces?

       -Cambiar este cristal, que el señor lo ha roto y se ha empeñado en que lo cambiemos por la noche. No sé a que viene tanta manía.

    Él se fijó en el cristal roto. Parecía que lo había golpeado una bala, y no desde lejos. Se quedó con esa imagen, ya temiéndose lo peor. Sabía que algo malo había sucedido, nada más ver el comportamiento que el médico le obligaba a tener a su criada. Marina miraba todo desde un segundo plano, atenta, pero sin enterarse bien.

       -¿Y no te parece sospechoso?

       -Mire, Maximiliano, mi deber termina en hacer lo que me manden. Sospechar no cabe en mi condición. Pero ya basta de hablar de mí, que ya veo que usted en Madrid se lo ha pasado de maravilla. ¿Esta chica tan guapa es su novia?

       -Ya ves. La conocí en la calle, cuando ella iba a Correos.- Marina lo miraba, extrañada.

       -Es usted un picarón. Pues suerte, les deseo lo mejor.

       -Con Dios, Encarna, muchas gracias.

     Un poco más arriba, delante de la notaría Julián Freire, Marina se detuvo y se soltó de la mano de su compañero. Mirándola con cara extraña, se fumó la última calada y tiró la colilla al suelo, pisándola bien con el zapato. Le mantuvo bien la mirada. Él casí temía que lo matase, porque lo miraba como una auténtica asesina.

       -Conque soy tu novia..-dijo ella, seria. El chaval, sin saber apenas dónde meterse, comenzó a balbucear como un niño, intentando excusarse. 

       -Pues... Ya has de perdonarme... Pero es que si no, no te podrás quedar aquí...- ella levantó una ceja con desdén- Perdón, Marina, perdón. No volveré a mentir...

     Ella comenzó a reírse a carcajadas sola. Sus dotes de actriz no habían caducado desde que estuvo en una compañía de teatro en Madrid.
       
       -¡Cómo has caído! Si me importa un bledo lo que digas que soy para ti, como si dices que me has encontrado durmiendo a la intemperie y te di pena. Eso mana de tu propia mentira. A mí ya me contarás qué historia me tienes reservada, me lavo las manos, como dijo Poncio Pilato.

       -Pues te cuento. Nos encontramos de camino a Correos, yo iba hacia la facultad y tú, efectivamente, ibas a Correos. De esto hace unos 3 meses. Después seguimos hablando y encontrándonos eventualmente, y acabamos cenando en mi apartamento los dos juntos. De momento no tenemos compromiso. 

        -¿Eso es todo? Vas a hundir tu empresa como no te inventes más cosas.

        -Pues... No se me  ocurre nada más...

        -Déjame a mí manejar la situación. Yo sé perfectamente cómo debo hacerlo.

        -¿Puedo confiar en ti?

        -Fui actriz en el teatro de la Latina. Tú dirás.

        -Supongo que puedes manejar la situación mejor que yo.

      Encima de ellos, alguien acababa de abrir una ventana, asomándose. Don Julián, más conocido como Freire, estaba asomado observándolos sin pronunciar palabra. Se oían llantos por detrás. Ellos dos, en un primer instante no se dieron cuenta, pero Marina enseguida miró hacia arriba y su compañero hizo lo mismo.

       -¡Hombre! ¡Cuánto tiempo! ¿Cómo te va en Medicina?

       -De maravilla. Estoy escribiendo un tratado sobre agentes transmisores de las enfermedades, hecho a base de mis propias investigaciones en tiempo libre. Mis profesores admiran mi trabajo, nunca se imaginaron tener un alumno tan brillante.

       -Y ya veo que a ti te queda tiempo para todo, vaya chica te has buscado.

       -Y usted ya veo que por las mismas anda. ¿Quién es la mujer que llora ahí dentro?

       -Te equivocas, es la novia de mi hijo.

       -¿Doña Coral? ¿Llorando con Damián?

       -No, hombre, eso es agua pasada. -Inés se acerca y se asoma a la ventana y mira, limpiándose con un pañuelo- Es ella. No ha podido soportar a Puig, y aquí la he acogido.

        -Anda, don Maximiliano...-sollozó Inés- ¡Qué buen mozo está hecho ya! 

        -Lo que menos imaginaba era que Damián se decantase por ti. Por lo menos no eres una mala pécora como Coral. -Freire no pudo evitar echar una pequeña carcajada, pero Inés continuaba apenada por algo, ya que su cara, aún sin lágrimas, demostraba una tristeza.-  Ya has de disculpar mi atrevimiento, Inés, pero...¿por qué lloras?

        -Porque la Guardia Civil se ha llevado a Damián, para un interrogatorio acerca de un asesinato. -contestó Freire, mientras ella se derrumbaba- Una injusticia. 

        -¡Qué me dice! ¡Pero si Damián nunca haría tal cosa! ¿Quién ha sido la desafortunada víctima?

        -Simón, el mozo que venía con la leche. Fue ahí abajo, enfrente la casa de Puig.

        -No hay fallo. Ya sabemos quién ha sido.-Declaró de modo certero Max

        -No hay que ser un ingeniero para saberlo.-dijo Inés, limpiándose las lágrimas.

       -Hemos visto a Encarna con unos vidrieros cambiando un cristal de una ventana de la casa de Puig que estaba como atravesado por una bala. Por si os sirve de algo.

     Freire abrió los ojos como platos viendo la gran esperanza de que su hijo no fuese arrestado. No era capaz de salir del asombro en el que había entrado al ver que hubo testigos del cambio del cristal. Era una prueba demasiado obvia como para que a nadie le interesase.

       -Maximiliano, tienes la prueba clave y ni te das cuenta.

       -Señor Freire... No me meta en líos con ese hombre, anda. Sabiendo como es Damián, seguro que lo liberan, no tema. Y si no es así, yo mismo prestaré declaración. Ahora debo irme, que madre ya estará hecha un basilisco con mi tardanza. Tenga usted una buena noche.

       -Se intentará.

     Freire continuó observando por la ventana a Marina, como si la recordase de verla antes. Aún con la ventana abierta, contribuyó a la neblina de la noche fumándose una faria de las que solía fumar antes de dejar el vicio. Pero ahora se le hacía irresistible, con todo el nervio. Un poco más arriba, Max se acercó a unos buenos pisos, y dio dos golpes al portal. Alguien comenzó a dar pasos en el rellano y una gran llave giró la cerradura. Una mujer vieja de pelo blanco en camisón abrió el gran portal de madera tallada, y nos permitió el paso.

       -¡Maximiliano! Pase anda... ¿Tiene llave?

       -Sí, doña Concepción. No se preocupe, vuélvase a la cama.

       -¡Qué buen mozo se ha vuelto! 

       -Ay, Concepción, déjese de piropos, que no es para tanto. Siento haberla despertado, tenga buena noche.

       -Buena noche, Maximiliano.

     Subieron hasta el segundo piso, y en el marco de la puerta se leía el nombre de los habitantes del piso: Horacio Martínez Soto, Gloria Triunfo Rey, Enedina Rey Gutiérrez, Maximiliano Martínez Triunfo, Florentino Martínez Triunfo y Beatriz Martínez Triunfo. Marina se quedó asombrada al ver tanta gente, normalmente los acomodados no tenían tantos hijos. Max abrió la puerta con la llave y se introdujo dentro del piso. La luz estaba encendida. Tras atravesar el pasillo los dos, la madre de Max, doña Gloria, aguardaba paciente en el salón. 

       -Hijo, menos mal que has llegado -dijo ella, levantándose- Veo que has traído compañía.

       -¿Es usted la madre de Max?-preguntó Marina, comenzando su actuación.

       -¿No es obvio, acaso?-respondió ella, risueña

       -Es que no sabía si sería su hermana, es usted tan joven que confunde.

       -Ay, chica, no debes halagarme.

       -Es que veo que me ha tocado buena suegra. Y buen mozo he encontrado también. 

       -Debe disculpar la falta de algún tentempié para vuestra llegada, la servidumbre hace rato que se retiró. 

       -Ay, descuide, no es necesario, señora.

       -Madre, esta es Marina. Como se imaginará, la conocí en Madrid.

       -Nunca se me olvidará aquel día... Cuando ibas apurado porque llegabas tarde a la facultad y chocaste conmigo, tirándome las cartas que iba a enviar. Al principio no pude evitar decir blasfemias, pero enseguida te oí disculparte mientras me ayudabas a recogerlas y fue como ver el cielo en tus ojos.-dijo Marina en una actuación perfecta. 

        -Menudos momentos de novela suceden a veces... Señorita Marina, mi nombre es Gloria Triunfo. Puede llamarme doña Gloria, simplemente.

        -De su buena vestimenta deduzco que tiene usted una buena posición, como mi señora madre, que es la señora de Las Fraguas. Igual la conoce usted.

        -No tengo el placer de conocer tan honorada familia. Mas ahora no es momento de eso, debéis dormir y descansar. Max, hijo, llévale el equipaje a tu novia a tu cuarto, que ella es la invitada. Y ha de perdonar, señorita, pero la habitación de invitados está indispuesta en este momento, así que dormirá en el cuarto de mi hijo. Max, tú dormirás en el suelo o aquí en el tresillo.

         -Sí, madre.- Max cogió el equipaje de Marina y la condujo hacia su cuarto. Marina, al ver la gran amplitud del piso, pensó en la miseria en la que había vivido toda su vida pudiendo tener mucho más de lo que tenían. Paredes empapeladas, puertas talladas, muebles también tallados... Era todo puro lujo. Y lo de su madre, solamente pura apariencia o racanería a la hora de soltar algún cuarto. Cuando Max abrió su cuarto, Marina se quedó asombrada, pero hizo ver como si para ella se quedase pequeño. La habitación poseía su alcoba; con su cama, sus distintos armarios, su cajonera y sus espejos; y contaba también con una pequeña biblioteca con butacas para la lectura y una mesa de cristal. También había un escritorio con una máquina de escribir nueva. Marina se sentó en la cama y tocó la colcha con una mano, comprobando su gran suavidad y admirando todo aquello sin que nadie pudiese verlo. Max abrió su maleta y lo primero que vio fue un gran álbum de fotos de la familia, que miró por encima, hojeándolo. Lo dejó a un lado y vio dos pares de zapatos, dos vestidos de fiesta y uno de calle, un camisón, un joyero, una carpeta con documentación, un volumen de El conde de Montecristo y unos cuantos papeles sueltos, entre los que se veían partituras y manuscritos por diferentes letras. Sacó todo aquello y lo colocó a su parecer en su habitación, y le pasó el camisón a Marina para que se lo pusiese. Sin deshacer sus maletas, cogió en el armario los calzoncillos de dormir y una manta, se acercó a Marina, le dio un beso y las buenas noches. 

       -Si necesitas algo, estoy durmiendo en el salón.-dijo, abriendo la puerta.

       -Max.

       -Dime.

       -Quédate aquí, que en el salón vas a pasar frío.

       -No puedo, Marina, imagínate que madre me descubre. Nos echa de casa. ¿Y si nos pillan mis hermanos, que todavía son pequeños? La armamos.

       -Está bien. Buenas noches, Ulises.

       -Buenas noches, Penélope. Espérame.

     

     Se lo han llevado. Lo van a descubrir, apenas sabe reaccionar cuando lo pillan. Pobrecillo. No puedo vivir sin él, bien es verdad que se llama Ángel, aunque deba llamarlo Damián. Pero Ángel es más bonito. Pega más con su personalidad, quizás. Estoy abrumada, no he dejado de llorar apenas y sé que lo encarcelarán, ya con mucha suerte de que no lo maten. Porque Puig siempre se sale con la suya, no hay fallo. Puede estar don Maximiliano, Encarna y aquella chica de testigos del cambio del vidrio, pero ya no declaran por miedo. Ahora que lo pienso, ¿quién sería aquella chica? Bah, eso da igual. Qué dura me resulta la cama de doña Ana hoy, no puedo pegar ojo. Ángel alguna vez me dijo que el tabaco te hace dormir. Voy a asaltar su cuarto,y robarle un poco tabaco, a ver si es cierto. ¡Cómo ronca Freire! Anda, Ángel se ha dejado la cama sin hacer por la mañana. ¡Cómo debe revolotear mientras duerme! Voy a hacerle la cama, quién sabe cuándo vuelve...si vuelve... El cajón solamente tiene tabaco sin liar. Bah, no puede ser muy difícil liarlo, he visto cómo se hace muchas veces. Pues vaya, no es tan fácil. Venga Inés, tú puedes. No es que sea el cigarro mejor liado, pero sirve para fumar. ¿Sabré fumar? Ya logré encenderlo. ¡Qué asco! ¿Cómo puede gustarles esto a los hombres? Todo sea por dormir. Bah, ahora ya no sabe tan mal. Es como los jarabes, cuando empiezas a tomártelos al principio saben fatal, pero luego acabas por cogerles es gusto. Pues sí que relaja, sí.

     Y cuando creí estar más relajada, algo en la ventana turbió mi tranquilidad. Se distinguía, entre las rendijas de las contraventanas cerradas, como si alguien pasase corriendo por delante de la ventana, pero era algo imposible, ya que se encontraba en un primero piso y la gente no vuela. No tuve mejor reacción que santiguarme, y ni siquiera tuve el valor de abrir a ver qué había. El miedo invadía todos mis pensamientos, mis gestos y mi actuar, tenía solamente ganas de volver a llorar. Algo hacía ruido en la habitación de doña Ana, y tuve que ir a mirar, ya que, a pesar de tener miedo, mi curiosidad era causa de ese acto temerario. Sonaban los vidrios de la ventana. Pero cuando llegué, nada había azotando la ventana, mi irrupción en el cuarto había detenido los golpes. Abrí la ventana y miré qué podría ser lo que pasaba fuera, pero nada vi, aún revisando bien todo alrededor. La noche estaba clara y había luna llena, que me encantó durante unos buenos instantes mientras terminaba el cigarro. En vista de que todo debía ser un espejismo de mis nervios, cerré la ventana y volví al cuarto de Ángel a apagar la luz. En la rendija de la puerta de Freire había un extraño papel, perfectamente doblado. Lo recogí, y una frase en francés lideraba el centro de la nota: "Vous allez mourir, n'oubliez pas". Yo no sabía francés, pero volví a la habitación a ver si el Damián de verdad tenía un diccionario de traducción que pudiese ayudarme. Y efectivamente, sí lo tenía. Lo cogí y busqué la palabra "mourir", me imaginaba que sería moro o algo así. Pero la traducción me asustó horriblemente. Me guardé la nota, sabiendo que era para Freire, y decidí ocultársela. Devolví el diccionario a su sitio y una náusea vino a mí. Me apoyé en la pared, y una vez cesada, volví a la cama. Al principio, estuve a punto de caer en los brazos de Morfeo, pero enseguida un fuerte dolor de estómago  me lo impidió. Eran casi las 5 de la madrugada cuando tuve que levantarme a vomitar, mientras sudaba en frío sofocada de calor. Me dolía el vientre, como si fuese a comenzar la regla, pero nada salía. Tuve que pasarme el resto de la noche sentada en el escusado, totalmente diarreica. De tanto vomitar, comenzó a dolerme la cabeza, y mis náuseas eran horribles. Me volví a meter en la cama cuando ya cantaba el gallo, totalmente desorientada, sudada y manchada. Seguramente estaba asquerosa, pero era lo de menos. Freire roncaba todavía siendo casi las ocho de la mañana, la hora de levantarse. Delante de la puerta se oía una conversación y alguien giró la cerradura de la puerta principal. El único que podía ser era Ángel. Llegó, encendió la luz, fue a su cuarto un instante y se dirigió a mi habitación. Abrió la puerta, vio mis ojos como platos brillando entre la oscuridad y encendió la luz, viendo mi horrible estado. Tiró el maletín que había ido a recoger a su cuarto sin cuidado alguno y se arrodilló delante de mi cama. Me acarició suavemente después de revisar mi frente.

        -Inés-me dijo- ¿estás bien?

        -Bien obvio es que no.

        -¿Qué te pasa?

        -Náuseas, pérdida del equilibrio, vómitos, sudor frío, fiebre, diarrea, dolores de estómago y vientre...

        -Conozco eso a la perfección. Llamaré a un médico.

        -No, por favor, Ángel, no. No quiero que me vea Puig.

        -¿Quién dijo que iba a llamarlo? Solamente necesito que me digas otro doctor de la ciudad.

        -En el barrio no hay más. Puig eliminó la competencia. Lo más parecido que hay es un estudiante de medicina, y para eso está en el primer año. Aunque se comenta que ya ha publicado un tratado de transmisión de enfermedades.

        -Puede servir. ¿Cómo se llama?

        -Don Maximiliano. Es el primogénito de una de las familias más pudientes de la ciudad, los Triunfo. Su apellido mismo ya lo indica, fíjate tú. Don Tomás Triunfo, el abuelo de don Maximiliano, que yo solamente recuerdo de modo efímero, fue un gran emprendedor en el tercer tercio del siglo XIX que tenía unas minas en el sur de León. Supo sacarles partido, y se dice que era un jefe de lo más agradable con sus trabajadores. De ahí la gran riqueza de la familia. Pero tanta riqueza competía ya con la de Puig y los dos, un Puig todavía bastante joven y un Triunfo bastante viejo ya, se sumieron en una profunda guerra que Triunfo pagó con la vida. Apareció el cadáver en el mismo sitio que el mozo de la leche, delante de la barbería, con un papel en la mano derecha que decía "Fui yo" y con la mano izquierda señalando la casa de Puig. Recuerdo que mi padre lo había visto. Dijo que si estaba señalando, por algo era, pero todo quedó en un suicidio.

        -¿Algo más?

        -Lo vi por la noche, acababa de llegar de Madrid. Es un mozuelo muy agradable, no le gusta abusar de nadie por su condición y admira el progreso. Tendrá unos dieciocho o diecinueve años, es algo alto, rubio y de ojos azules. Se dice que una criada jovencita, de unos diecisiete años, estuvo ahí el año pasado y renunció al trabajo por no poder mirar al señor sin ponerse ruborizada.

       - ¿Dónde vive? Iré a pedirle ayuda.

       -Dos calles más arriba, en un bloque de pisos de estilo modernista. Creo que es el segundo piso, la puerta B. Si no, pregunta a la portera, doña Concepción, no tendrá problema en indicártelo.

       -Enseguida voy. -dijo, levantándose- No hagas esfuerzos. Quédate ahí.

       -Espera.-intervine- ¿Cómo te ha ido en el cuartel?

       -A mí, bien. Yo no voy a tener problema alguno, tras la declaración he quedado fuera del caso. La gracia es que estaba allí Puig y se inventó una coartada con bastantes agujeros. Para mí no era creíble, pero para un inepto sería la más absoluta verdad. A Burillo le veo el futuro bastante enrejado, sin embargo. Lo acompañé ahora hasta su casa, el pobrecillo iba llorando a más no poder.

        -Me da pena. Si puedes, invítalo a casa, quiero ver al pobre hombre, ¿vale?

        -Descuida. Ahora debo irme a la redacción, que Suárez me abarcó en el camino y me dijo que hoy mismo debería empezar ya a trabajar de nuevo. Avisaré a Freire para que se quede contigo en casa e iré a llamar a don Maximiliano para que venga a verte.

        -Cuando vuelvas, tengo que contarte una cosa. Pero cuando vuelvas.

        -Y yo debo contarte otra-dijo, sacando una caja metálica del bolsillo de la chaqueta. Sacó unas gafas redondas de pasta, que lucían nuevas, y se las puso. Acababa de convertirse en la copia flacucha de Damián- Mira qué me he comprado. Ahora sí que sí, no habrá dudas de si soy Damián o no. Y me voy a poner a la dieta del vino y el tocino, a ver si engordo un poco más, pero no tanto como él. Solo un poco.

         -Eres clavado con las gafas. Te falta dejarte crecer un poco el pelo y echarte un litro de colonia, para dejar el olor en una calle entera. Y también estar hablando todo el día de lo perniciosa que era la República, con cualquiera.

          -No lo escucharán tus oídos. Le voy a lavar la cara al pobre, que ya veo que era medio facha. Pero lo respeto, que le debo la vida. Pero eso, debo irme. Pronto llegará don Maximiliano, a ver si no es como Félix de Montemar.-me dio un beso- Hasta después, palomita. Si ves que te sientes mal, coge un libro de los de la biblioteca en el estante, seguro que hay alguno que te gusta, y se te pasarán todos los males.

          -Está bien.-dije, girándome en la cama-Ángel.

          -¿Qué pasa ahora?

          -Eres un cuatroojos.-él se rió, saliendo por la puerta- Pero un cuatroojos bien apuesto.

          -Creo que ni doña Coral ni Luz opinarían lo mismo. Y tú, intenta dormir, que estás blancucha. Ya verás como te sienta bien. Hasta luego, palomita mía.

          -Adiós, angelito mío.

       Poco después de que se fuese, y aún a pesar de todos los dolores, el cansancio del campo y la falta de sueño acabaron conduciéndome a las manos suaves de Morfeo. Tanto dolor me trajo pesadillas infantiles aterradoras.Unas hormigas estaban mordiéndome todo el vientre, y causándome un gran dolor, cuando de repente, desperté y me dio una náusea que logré controlar. Miré el reloj y daban las 12 de la mañana. Algo desorientada, me giré en la cama y llamé a don Julián, que no tardó ni una milésima de segundo en responder. Acudió a junto de mí, acompañado por don Maximiliano, que se sentó al borde de mi cama, cogiéndome la mano. Su simple contacto alegraba al más enfermo de los mortales.

       -A ver Inés, tranquila. Don Julián me ha contado todo lo que te ha pasado con pelos y señales y no es de extrañar que no quieras saber nada de médicos. ¡Menuda barbaridad! Debería castigarlo la providencia con la peor de sus flagelaciones y torturas, por todo lo que lleva causado en el barrio. Y a Dios gracias que has dado con Damián, que si llega a ser otra persona algo fuera de sus cuerdas, pobre de ti. Pero basta ya de causarte tan malos recuerdos, que he venido a intentar decirte qué tienes.-dijo, cogiendo un pequeño cuaderno y un lápiz de su maletín- Don Julián me ha hablado de vómitos, náuseas y diarrea. ¿Estoy en lo cierto?

        -Sí, pero son muchas cosas más. -fue apuntando cada uno de los síntomas en su libreta-Tengo fiebre, sudo en frío, me duele el vientre y la cabeza, tengo el estómago revuelto, dolor de huesos, ojos llorosos y temblores.

        -Eso no suena muy bien. ¿Te fías de mí?

        -Qué quiere que le diga, más que en Puig sí.

        -Yo no me confiaría tanto. Nunca he hecho esto. Pero en fin, lo intentaré. Don Julián, ¿le importa irse de la habitación? Será solamente un momento.

        -Para nada, os dejo solos.-Freire cogió la puerta y se fue a la cocina, silbando. Don Maximiliano cogió un termómetro y un cacharro de esos que usan los médicos para escuchar el corazón.

        -Me da rabia pedirle esto a una mujer, pero es mi futuro trabajo. Tienes que quitarte el camisón, tengo que auscultarte, tomarte la temperatura y la tensión y revisar algunas cosas más. ¿Te importa? Es que lo que menos quiero es molestarte, con lo mal que suena tener todo eso que dices.

        -No se preocupe, don Maximiliano, que no hay pudor.-dije yo levantándome despacio y quitándome el camisón. Él me ayudo a extraer el camisón- Una ya está acostumbrada.

     Él la auscultó, mirando en el reloj y apuntando las pulsaciones por minuto en su cuaderno. Miró otros diversos factores, como reflejos y tensión, y tras concluír en que no sabía qué era, guardó sus bártulos pausadamente mostrando una rara cara.

        -Siento decírtelo, pero no tengo ni la más mínima idea de qué es. Sería un error frecuente pensar que esto es una gripe aviar, pero no lo es, hay síntomas que ni siquiera se corresponden. Por mi parte, puedo intentar revisar algunos libros, mas no aseguro resultados. Pero también debo decirte que hay una segunda opción.

        -¿De qué se trata?

        -Tengo un profesor, Caspio Youcenar, escocés de los buenos, que, siendo yo su alumno estrella, si le pido que venga a estudiar tu caso, no tendrá problema en hacerlo.

        -Ay, no moleste a ese pobre hombre, que nada ha de pasarme. Damián padeció esta misma enfermedad y salió airoso de ella con un tratamiento que le dio Puig.

        -Temo que haya podido deberse a sus defensas naturales y no a su tratamiento. Pero Damián ahora mismo es lo de menos, que ya está curado, flacucho, pero curado. Has de perdonarme, pero necesito una muestra de sangre.-anunció, preparando el torniquete.

        -Por favor, agujas no, se lo pido.

        -Tranquila... no habrá agujas.-mintió, colocando el torniquete.

        -Mentira.

        -Relájate, mujer. A todo esto, ¿qué es de Gabriel? Raro no haberse enterado de mi llegada.

        -Hace un mes que ha desaparecido. No sé nada de él.

        -Qué idiota soy, siempre metiendo el dedo en la llaga.-declaró él, buscando en su maletín-Ya casi parece que lo hago adrede.

        -Ninguna culpa tiene, descuide. -dije yo, apartando la vista. Como tardaba en contestar algo, volví a mirarlo y ya tenía una jeringa de sangre entre los dedos. Ni siquiera me había enterado. Me echó alcohol en la picadura y él mismo sopló para aliviar la picazón.

        -¿Ves como no ha sido nada? Ni te has enterado.

        -Pues debe ser porque es usted, que más veces me lo habían hecho y dicha sea su insoportabilidad.    

        -No me halagues, que solamente soy un estudiante. En fin,-recogió sus cosas- marcho ya. En cuanto tenga noticias, vengo a verte, ¿está bien?.

        -Pues claro. Vuelva cuando quiera.

        -De momento, intenta dormir y si quieres, báñate. Por lo menos te bajará la fiebre.

        -Está bien.-Asentí yo, tosiendo.

        -Hasta la vista.

     Ni siquiera le contesté.Se fue tras hablar un buen rato con don Julián sobre mi enfermedad y sobre temas que, por la monotonía de su conversación, escapaban a mi comprensión de modo intencionado. Mi estado comenzaba a ir a peor, hasta el punto de que el mero hecho de pensar me dolía. Mas mantener la mente en blanco causaba tanto esfuerzo que dolía más intentar conseguirlo que aguantar la mente llena de pensamientos. La vista comenzó a nublárseme y mis extremidades pararon de responderme.

    Me levanté de la cama y, aún en camisón, me dirigí al salón. Había una criada barriendo la moqueta, una niña jugando con una muñeca y la señora descansaba en una butaca bordando un bonito pájaro de colores. Al fondo, se oía a alguien hablando de modo elocuente, como si estuviese impartiendo un discurso político.

      -Buenos días, doña Marina. Se ve que ha dormido bien.-Saludó la señora, dejando su labor.

      -Buenos días, doña Gloria. Ya ve, he tenido grandes dificultades para desprenderme de Morfeo, me tenía bien agarrada.

      -Soledad, sírvale el desayuno a la señorita.-La criada dejó la escoba a un lado y se dispuso a ir a prepararme mi desayuno.

      -Perdone, señora, ¿le importa, si no es mucha molestia, indicarme por dónde debo ir al escusado?

      -Claro que no, sigues todo el pasillo, y está al fondo a la izquierda.

      -Muchas gracias.

     Cuando volví del servicio, ya tenía el desayuno servido. Todavía en camisón, me senté a la mesa y me comporté con los buenos modales que madre insistía en usar en casa ajena. Mientras me bebía el café, la niña pequeña se acercó lentamente a mí y, sin decirme nada, me pinchó con el dedo las costillas y me señaló las magdalenas que me habían puesto de desayuno.

      -¿Quieres una?

    Ella asintió.

      -Toma.

      -No se la de, anda, que debe aprender que eso no es un buen comportamiento-Interrumpió la señora, intransigente y rozando ya la riña.

      -No se preocupe, doña Gloria, que no me importa.-Vi cómo la niña me sonreía con la magdalena en la mano y no pude evitar cogerla en el regazo conmigo.- Más incorrecto es que todavía esté yo en camisón a estas horas, ha de perdonar el desaliño. Tan pronto termine el desayuno, iré a prepararme.

      -Descuide. Yo misma hago eso a diario, queda perdonada por padecer el mismo fallo que yo padezco.

      -No era necesario.-la niña comía la magdalena en mi regazo, dejando migas por toda la mesa- Anda, pequeña, sí que tienes hambre. ¿Quieres la otra magdalena?

     Ella asintió otra vez. Algo me decía que era de pocas palabras. Se la comió en menos de nada mientras yo me tomaba el café . Cuando terminé, ella se bajó de mi regazo, salió corriendo a coger su muñeca y me hizo un gesto para que la siguiese. Yo, sin saber muy bien qué quería, me limpié la boca con la servilleta y la seguí por el pasillo. Justo al lado de la puerta de la habitación de Max, se encontraba la puerta de la habitación de la niña. Empapelada con un hermoso estampado de flores, estaba lleno de muñecas y de juguetes que yo nunca tuve. Su cama estaba cubierta con un dosel y en la habitación se respiraba un aire de lujo absoluto que ni Emma Bovary se imaginaría. Me senté en su mullida cama, viendo como la niña se dirigía hacia una de sus muñecas para traérmela.

      -¿Quieres jugar?

Asintió, sentándose en la cama.

      -¿A qué jugamos?

     Ella, que parecía no saber hablar, se quedó mirándome fijamente. Comenzó a llorar en silencio. Le dio la vuelta a la muñeca y comenzó a darle cachetes con toda la fuerza que tenía. Yo estaba totalmente desconcertada, no sabía ni si quería decirme algo o si me estaba diciendo que yo hiciese eso con la muñeca.

      -¿Quieres que haga eso con la muñeca?

     Ella negó al instante. De inmediato me vinieron los recuerdos de cuando madre me hacía eso mismo al hacer algo de mala educación. De algún modo, ella pudo leer eso en lo más profundo de mi mente, a lo mejor porque ella misma lo sufría. Algo sabía que había notado en mí para ser especial para ella. Sus ojos azules no paraban de sacar lágrimas. Dejé la muñeca a un lado y la recosté sobre mi regazo, entendiendo en ese mismo momento todo cuanto nos unía.

       -Tranquila, mientras yo esté aquí, nada ha de sucederte. Nadie volverá a pegarte. 

     La niña me abrazó y comenzó a peinarme los rizos. La cogí en brazos y la llevé a la habitación de Max para que me acompañase mientras me vestía. Me puse mi otro vestido nuevo con unos zapatos que me había regalado mi hermano, mientras veía como ella cotilleaba las partituras de mis composiciones. Me las señaló, como preguntando por ellas. Todavía despeinada, las cogí y revisé a ver si no se me habían olvidado.

       -¿Sabes dónde puede haber un piano por aquí?

     Ella me cogió de la mano y me llevó al cuarto del que provenía la voz elocuente. Era un profesor dando clase de historia sobre la revolución francesa. La niña entró sin importarle que su hermano estuviese recibiendo clase, ante la sorpresa del profesor, que paró la clase al momento. Era una sala de estudio, que tenía un piano de cola negro en el centro de la estancia. Ante la sorpresa del niño y del profesor, la niña me arrastró hasta el piano y me dio la partitura de mi composición.

       -Disculpe señorita...-interrumpió el profesor- Estaba dando una clase.

       -Discúlpeme usted a mí, la criatura quiere que toque algo y creo que no perdona un no como respuesta.

        -Pues acabe de una vez y déjenos continuar la clase-gruñó el niño, de mala manera.

        -Tranquilícese y escuche. Creo que no le hará mal descansar un poco de sus lecciones.-retruqué yo, colocándome para tocar.  La niña miraba cómo tocaba sentada en el suelo ,admirándome en silencio. El niño permanecía impasible y con cara de mala leche, mientras su profesor también parecía disfrutar de la pieza. Volvieron recuerdos de cuando estaba en Francia con mi hermano,cuando tocaba todas las tardes y él me escuchaba mientras escribía con la máquina las entrevistas que había hecho por la mañana. Le encantaba que yo tocase, pero a la vez odiaba a Madame Perpignon, mi tutora de piano. Odiaba que fuese tan puntillosa con sus lecciones y que insinuase cada semana que apenas tocaba en su ausencia, sabiendo él perfectamente que dedicaba cada día cinco horas a lo sumo. Aunque, eso sí, no volví a tocarlo desde que regresé a España y tenía los dedos algo oxidados. Aún así, algún instinto actuó ante la situación y toqué la pieza casi de memoria. Cuando terminé, la niña me enseñaba una sonrisa de oreja a oreja y el niño una cara de perro a punto de morder.

       -¿Es de Chopin?-Preguntó el profesor, atónito.

       -¡Quién tuviese su maestría! No se equivoque, la pieza es fruto de mi propia elaboración.

       -Pues señorita, desconfíe de la palabra de este ignorante, pero creo que no tiene nada que envidiarle.

       -No me halague, señor, que no puedo permitirlo.

       -¿Dónde ha aprendido a tocar?

       -En París.

       -¡Qué suerte ha tenido!

       -No se crea.-miré al niño a la cara. Si fuese una tetera, estaría humeando- Anda, Beatriz, vámonos, que aquí molestamos.

       -¡Para nada! A este rebelde buena falta le haría una clase de una disciplina tal como la del piano.

        -¿Disciplina ese chisme? Eso es un pasatiempo para marujas aburridas que no tienen nada que hacer.

        -Chopin era un hombre. Y Mahler. Y Strauss. ¿Y para qué complicarme? Todos los libros de historia de la música están protagonizados por hombres.-espeté yo, sarcástica.

        -¡Florentino! Discúlpate ahora mismo.-gritó el profesor- Que la señorita no te ha faltado al respeto.

        -Da igual.-dije yo, a mal sabor de boca- Es solo un niño.

        -¿Y tú qué eres si no?-preguntó él, ofendido.

        -Soy mujer desde hace unos años. Las niñas sabemos cuándo nos convertimos en mujeres, es biológico.

    Cogí a Beatriz de la mano,cerrando la puerta y suponiendo que tendría dudas para el resto de su existencia. Sin saber nada de Max, decidí ir a dar un paseo por las calles de la ciudad. Cogí mi bolso y mi chaqueta y, sin acordarme para nada de que todavía no me había peinado, me dispuse a salir a la calle con Beatriz. Mientras abrigaba a Beatriz para salir, se me acercó la criada y me miró de mala manera.

         -Señorita... ¿Piensa salir sin peinarse?

         -Ay, disculpe, se me había olvidado. Pero nada sucede, no importa.

         -A usted igual no, pero a la señora sí. Vaya a peinarse antes de que la señora se enfade.

     Suspirando, no dudé en obedecer a lo que me decían. Volví a la habitación, y sin mirarme demasiado, me peiné lo más rápido que pude para salir a la calle. Cuando la niña me vio de nuevo sonrió y, cogidas de la mano, salimos del piso a dar una vuelta. El día estaba soleado, pero el rocío de la noche había humedecido vagamente las calles y refrescaba el ambiente. La gente paseaba de camino a sus trabajos y algunos automóviles pasaban por las calles. El mono ya me carcomía y, sin poder evitarlo, encendí un cigarro. La armonía que me producía fumar enseguida se me esfumó, con el súbito grito que se oyó a lo lejos. Atónita, no pude reaccionar ante la situación. La gente simplemente giró la cabeza y continuó su marcha, sin importarle lo más mínimo lo que pudiese pasar, fuese asesinato, secuestro o violación. Unos lloros continuaron gravemente al grito. Cogí a Beatriz en mi espalda y salí corriendo hacia el lugar. Los gritos procedían de una casa visiblemente de adinerados, mas lo malo del asunto era que se trataba de un ataque intramuros. Seguí el sonido, y allá donde se escuchaba con más claridad y distinción había una ventana con una cortina, algo elevada, pero la había. Aún siendo yo como un pino de alta para ser una mujer, no lograba ver qué sucedía, así que decidí, en mi inquietud, arriesgar e intentar, apoyándome en el alféizar, subirme a la ventana mediante mi fuerza. Me costó lo suyo, pero logré sentarme en el alféizar y mirar entre una pequeña rendija que dejó entre las cortinas. Algo que nunca se me hubiese pasado por los sesos, ni por la mente, ni por la cabeza, estaba ocurriendo dentro de aquellas paredes, algo que, aún habiendo visto todas las infamias del mundo, no dejaba de horrorizarme y sorprenderme. La mujer que había visto ayer con los vidrieros estaba tirada sin ropa en la moqueta, llorando horrorizada y rogando a cuantas identidades divinas hay para que la salvasen de semejante barbaridad. El que suponía que era el patrón estaba tirándole a la pobre chica de los pelos, violándola sin piedad alguna y sin importarle para nada que alguien oyese todo el panorama. Me pasé su buen rato mirando aquel espectáculo dantesco, hasta que al fin, sin saber bien la causa, paró y se fue con la frase "Ve allí y que no te vea por la calle, o tendré que llevarte en un saco a la fuerza, si lo prefieres". Ella se quedó en el suelo llorando, y su patrón se largó como si nada hubiese pasado. Una profunda empatía afloró en mí, que poseída por la piedad, no se me ocurrió mejor cosa que golpear la ventana con los dedos para que me percibiese.  Ella levantó la vista y percibió que Dios había puesto en su mano una testigo de lo sucedido. Sin vestirse, acudió a la ventana, miró entre las cortinas y me reconoció enseguida. Abrió la ventana, algo avergonzada.

       -Señorita, ¿desde cuando está aquí?

      -Desde que oí los gritos. En cuanto a su siguiente pregunta, sí, lo he visto todo.

      -Váyase, menuda puede pasarle si el patrón se entera.

      -No me preocupa. Ahora se viene conmigo.

      -Señorita...

      -¿Si?

      -Me matará si le hago caso.

      -No se crea. Le será más difícil. Puedo conseguirle una documentación falsa y le daré dinero para que llegue usted a Valladolid en tren. 

      -¿Y mientras? 

      -Convenceré a Max para que la acoja a usted unos días en su casa, sin problema. Ahora debo marcharme, que la pobre Beatriz lleva un buen rato mirando las moscas. Cuando salga, no dude en darme una visita. Max ya estará informado del tema para cuando usted llegue.

      -No sé si...

      -Venga. No se deje dominar por un animal.-bajé de la ventana- E intente tener un buen día.

     Cogí a Beatriz de la mano. Me miraba con ojos de dulce. Se paró delante de una barbería y, mirando por el escaparate como el dueño le cortaba el pelo a un hombre ya canoso, dio unos golpes en el escaparate y el dueño miró y pareció alegrarse de su visita. Sin dejar al cliente, el barbero continuó dirigiéndole  miradas. Ella no se alejó del vidrio un instante. Continuaba mirando al barbero que, a pesar de denotar un cierto aire triste, le sonreía como si nada pasase. Entendí en ese mismo instante que una comunicación que escapaba a mi entendimiento estaba teniendo lugar ante mis ojos, sin poder comprenderla. El cliente del barbero salió y le dio una caricia en la cabeza a Beatriz, sin hacerle demasiado caso, y aún así ella tampoco evitó dedicarle una sonrisa. Tiró de mi mano conduciéndome hacia el interior del establecimiento, y se acercó al barbero, que barría con paciencia los pelos del cliente. Ni siquiera nos saludó. En cuanto hubo recogido todos los restos de pelo del suelo, cogió a Beatriz en brazos, haciéndole la mítica broma de la nariz. Siendo Beatriz tan lista como temía, se quedó impasible ante la broma.

       -Es muy inteligente.-afirmó el hombre-Aunque no sé por qué no habla.

       -Yo tampoco, señor.

       -Ay,señorita, discúlpeme, pero no me suena haberla visto nunca por aquí.

       -Normal, llegué ayer de Madrid con Maximiliano.

       -¿Cuestión de amores?-inquirió él, con mirada felina.

       -¿Cómo lo ha sabido?

       -Ay, chiquilla, quédese con esto que le voy a decir: Cuando alguien está realmente enamorado de otra persona, el simple hecho de mirar a los ojos a ese alguien denota amor por sí solo. Es un sentimiento que escapa a la discreción y que todo el mundo puede ver fácilmente con sólo fijarse un poco. Lo malo de esto es que apenas quedan enamorados, por eso suele ser difícil de ver.  No hay nada más que interesados, cuernos, crápulas y mala gente.

       -Que la Providencia oiga sus bien orados razonamientos. 

       -Y que, ya que está, también loe la gran belleza que posee usted.-Pude ver como la niña asentía en los brazos del barbero, cuando este nos invitó a pasar a su trastienda- Acompáñeme, la invitaré a tomar algo. A todo esto, mi nombre es José Burillo, disculpe mi descortesía al no haberme presentado antes.

       -De juzgar este acto, la primera hipócrita sería yo, pues tampoco le he dado mi nombre. 

       -Descuide, señorita. De nada ha de preocuparse.

       -Mi nombre es Marina, Marina Moreda de Gutiérrez y Latorre.

       -Pues semeja usted muy humilde para ser de tan alta casta. Las señoras suelen ir con vestidos mucho más caros por la calle y luciendo bolsos de piel.

       -Mientras más de medio país muere de hambre, me parece descarado gastar los cuartos en ropa para lucir.

       -¡Si algunos pensasen como usted,-sacó una caja de bombones suízos de un chinero. Hizo un gesto para que me sentase en una silla de barbero vieja - cuántos menos mendigos habría rondando las calles! ¿Quiere un café o un té?

       -Un café con leche. Y si no es mucho pedir, señor, le echa dos cucharadas de azúcar y unas gotitas de caña, que así es como está mejor.
       
       -Se lo serviré lo mejor que pueda, que yo no soy muy ducho para estos quehaceres. 

     Bajó a la niña de los brazos, que enseguida fue a atacar la caja de los bombones. Algo me decía que si su madre pudiese verla, la regañaría y le aplicaría castigos físicos, igual que me pasaría a mí. Yo también probé los bombones, y resultaba un auténtico vicio comer más de uno, parecían una adicción. En los buenos modales, decidí frenar mis ansias de comer todos aquellos bombones y reservar el resto para el señor, no fuese a pensar que era una hambrienta. Girando la silla, me miré al espejo roto que había hacia un lado. La imagen daría para una fotografía que los franceses considerarían obra de arte. "Autorretrato en silla de barbero", hasta sonaba bien. Y además, así sin quererlo, estaría cargada de una fuerte simbología, y todo sin que nadie pudiese percibirlo de modo ciertamente seguro. Pensando esto, apareció el señor Burillo con dos cafés, uno para mí y otro para él. 

       -Ahora supongo que ya sabrá por qué viene esta pequeña aquí.

       -Por usted,que debo reconocer que es de las pocas personas con humanidad que quedan en la superficie terrestre, y por este delicioso chocolate.

       -No me eche flores señorita, que usted por el mismo camino se las trae. Y en cuanto al chocolate, lléveselo, y compártalo con Max.-sacó otra caja más- Lo conozco bien y sé que a él también le gusta.

       -Descuide, señor.

     Pude observar a Beatriz mirándose al espejo y señalando su reflejo como si de otra persona se tratase. Miró al reflejo de modo desafiante, y salió corriendo hacia mí con un gesto desesperado. Se sentó en mi regazo y mientras yo me bebía mi café, ella jugueteaba con mis rizos algo aburrida.El señor Burillo me contó que la Guardia Civil andaba encima de él injustamente por un asesinato que había sido cometido enfrente de su establecimiento, hecho que no dejó de estremecerme y de obligarme a preguntarme si se podía tener realmente fe en la humanidad. Me contó que había sido el depravado que había visto cometiendo una violación desde la ventana, aunque yo mantuve el caso en silencio por la intimidad de la pobre chica. Me dijo que un tal Damián le había ayudado a aportar hipótesis válidas al caso y que lo había animado ante la situación. Me sorprendió el hecho de que en esta ciudad todo el mundo fuese tan bueno y que se ayudasen mutuamente entre ellos, cuando en Madrid lo único que se buscaba era el individualismo y fastidiar mediante todos los medios posibles al prójimo. Algunos dirían que es por tratarse de la metrópolis,pero en París no pasaba esto y le da 50 vueltas a Madrid, o quizás muchas más. Me estaba preguntando cómo sería el campo en cuanto a este aspecto, porque tenía entendido que estaban mucho más unidos, mas ahora después de la guerra comenzaban a acusarse unos a otros de comunistas para darle mal uso a la presunción de la culpabilidad, y todo a lo mejor por un asunto de tierra, que casi no vale la pena. Menuda masacre. Menos mal que todavía quedaba gente como el señor Burillo. El pobre continuaba hablando de todas sus desgracias como si yo fuese a ejercer un milagro para solucionárselas, asunto que me quedaba como a David los pantalones de Goliat y que no pretendía solucionar sin conocer con antelación las circunstancias. 

     Sintiéndome culpable, no tardé mucho en irme de allí, con una caja de bombones bajo el brazo. Mi suegra estaría esperándonos en su palacio a punto de echarnos una bronca.

     Salí de la redacción como un rayo tras oír una de las mejores noticias que podía haberme dado Suárez. Sentirme el rey de los periodistas era poco en aquel momento. Me había ascendido a la sección de sucesos y me había prestado una cámara, tanto para uso personal, como para el uso laboral. Aunque la cámara poca gracia me hacía sin mi hermana, el hecho de haber ascendido a sucesos me conmovió y provocó una alegría que me hacía olvidar todos mis males. Estaba impaciente por contárselo a Inés, y por decirle que con el aumento de sueldo, podríamos permitirnos un viaje a alguna parte de España más lejana. Volver a aquel palacete que tenía madre en el campo gallego era una gran opción para impresionar, aunque tendría que mandarle una carta a Hortensia para que limpiase la casa y para que no dijese nada a mi madre,que se pondría hecha un basilisco de saber que estoy vivo y no la he avisado. Tan feliz iba subiendo la calle, que continuaba ignorando que había más viandantes además de mí, y en el momento, paré a fumar para relajarme un poco. Antes de encender el cigarro, me quedé blanco, como si al demonio hubiese visto. Casi preferiría haberme encontrado con él antes de haber visto a quien había visto en la acera de enfrente. Encendí el cigarro y oculté mi mirada bajo el sombrero para evitar que me reconociese. Tras los meses que había pasado sin verla, su figura estaba cambiada, había crecido una barbaridad y, en vez de los quince años que tenía, aparentaba unos diecisiete. Desconocía la identidad de la niña pequeña que iba con ella, pero por los zapatos de charol que llevaba, bien se sabía que era de buena familia. Lo bueno de aquello era que ni siquiera me había mirado y que la había visto después de tanto tiempo. Lo malo, que tendría que andarme con ojo si no quería que me descubriese, que seguro que era lo que venía buscando; y lo que no sabía era cómo había dado, en tan poco tiempo, justamente con dónde yo me encontraba. Las seguí pausadamente, pasando desapercibido desde la otra acera. Debía saber dónde estaba para intentar evitar justamente ese lugar donde ella residía. Me sentía como un pervertido siguiéndola, pero lo veía tan necesario que ni siquiera me preocupé de que alguien me viese porque lo que me faltaba ahora era que me descubriesen, y persiguiendo a mi hermana aún encima. Vi cómo se metían en el edificio de la familia Triunfo y me retiré a mi casa pensando que efectivamente, debía tener cuidado con ese edificio y con todos los que en él residían, por mucho que me pesase. Di la vuelta disimuladamente y me dirigí a mi casa con ansias de ver a Inés y comprobar si el diagnóstico del estudiante había sido útil.Tras dejar el maletín, el sombrero y la chaqueta en mi habitación, me dirigí a verla. Parecía dormida, pero necesitaba despertarla para contarle las dos grandes noticias del día, así que la sacudí para despertarla, pero ni así reaccionaba. Desesperado, no pude evitar gritar y seguir sacudiéndola sin parar. Freire entró a la habitación y vio aquel desastre, y manteniéndose en sus cabales, cogió su mano para tomarle el pulso.

       -Su corazón late, aunque muy despacio. No queda más remedio que llamar a Puig.

       -¡Por encima de mi cadáver!-Me ofendí al instante con semejante proposición.

       -¿Y qué piensas hacer? ¿Dejarla morir?-Gritó él, todavía más.

       -Usted déjeme a mí.-Me levanté- Tengo mis contactos.

    Cogí en mi maletín el número del médico francés de las afueras y lo marqué a velocidad de secretaria en el teléfono. Mantuve una charla explicándole los síntomas y le rogué que acudiese cuanto antes a la casa a verla. Fue colgar el teléfono, y quince minutos después llegó en un taxi. Era un hombre ancho en todas las dimensiones, con el pelo alborotado y un bigote que recordaba vagamente al de Velázquez. Lo malo era que Freire no entendía ni gota de francés y el médico tampoco entendía nada de español, por lo que yo allí funcionaba básicamente de traductor. El médico, que se hacía llamar Monsieur Lévy, se sentó en la cama y, sin pedirme perdón ni nada, le pegó una bofetada a Inés en la cara.

Yo, sin cortarme un pelo, le di un puñetazo y le hice sangrar la nariz a la que estaba pegado. Y de no ser porque Freire me separó de él, le hubiese dado tal paliza que se acordaría para el resto de sus días. Era indescriptible la ira que sentía, no entendía de modo alguno cómo osaba abofetear a enfermos como si fuesen una roca, cuando realmente eran las criaturas más frágiles que la Providencia había puesto en la superficie terrestre.

      -Elle est en reveillant! Mademoiselle...

      -Mademoiselle tu puta madre, no se le pega a un enfermo, ¿estamos? Y menos si es mi novia.

      -Ángel, da igual. Muchas he recibido ya.-dijo Inès con hilo de voz poco nítido.

     Yo me tumbé a su lado y le acaricié su pelo. El médico dijo que debíamos bañarla en agua fría para bajarle su aparente fiebre alta. Al oír eso, me levanté de la cama, la cogí en brazos y la metí en la bañera con camisón y todo. Abrí la llave del agua, puse el tapón y dejé que el agua corriese. Inés era consciente de lo que sucedía, pero no hablaba, simplemente intentaba a duras penas mantener los ojos abiertos. Se veía perfectamente que estaba agonizando con la fiebre y que sudaba en frío.

        -Ángel...-balbució levemente, cerrando los ojos-Gracias por todo... Me rindo a la voluntad de Dios.

        -Para nada te rindes, no me da a mí la gana. Dile al de la guadaña que venga otro día.

     Ella sonrió por un instante. Estaba luchando contra la muerte que debería haberme matado a mí en vez de a ella, como si fuese un motor estropeado. Yo cogí una vacinilla y la fui llenando en el lavabo repetidas veces para tirársela a Inés por encima, que lo agradecía con su expresión. Freire y el francés miraban la escena apenados, como si no supieran qué hacer al verme tan nervioso.Del mismo modo, yo tampoco supe qué hacer con tantos nervios, y al verlos allí me encendí de ira y les cerré la puerta en las narices, gritando como un verdadero loco. Me senté en una silla y enseguida me pasó un cúmulo de sensaciones a la cabeza que me condujo a llorar como un niño. Sentía que había fracasado como persona ante aquellos que solamente habían pretendido ayudar, pero en aquel momento, todo aquel que se me cruzase era un enemigo al que debía atacar.

        -Pssst... Llorón, ven aquí.-balbució ella, con los ojos cerrados-Quiero ver cómo lloras.

        -Lloro como la mierda que soy.

        -O como el caballero que eres...-hizo una pausa para coger aire-...que los hombres nunca lloran.

     No fui capaz de contestarle. Seguí llorando, aprisionado en mis temores y mis sentimientos, mojándome las gafas y la camisa de agua demasiado salada. Estaba casi ciego de tanta lágrima. Todo lo que no había llorado en mi vida, estaba saliendo en aquel momento con una violencia que no me dejaba casi respirar ni coger aliento para el siguiente grito.

       -Dame la mano. -insistió Inés, a duras penas, tendiéndomela. Tardé en reaccionar ante su propuesta, pero se la di para no hacerle un feo.-Pues aún llorando eres bien guapo. Algo me dice que tú llevas tantos años sin llorar que ahora lloras todo lo que no has llorado en tu vida. Adelante, sigue, es sano. Acabo de ver que eres como un bombón, de esos ricos que suele regalar Burillo, que tienen chocolate duro por fuera y un chocolate más blandito por dentro, que es el más rico. Pero el chocolate duro es muy difícil de deshacer y llegar a ver el chocolate blando es una auténtica hazaña. Tú en la guerra has tenido que matar y has temido ser matado, y todo lo has hecho sin llorar,el chocolate duro. Pero ver cómo me tratas a mí y cómo me hablas de tu hermana deja al descubierto el chocolate blando, que es el más rico, y yo me quedo con el chocolate blando. Quiero hacer todo lo que no he hecho en mi vida contigo, porque no hay persona que se te parezca. Antes de que se acabe el verano quiero ir a la playa. A Asturias, a Santander, al País Vasco... me sirve cualquier sitio, pero quiero ir a ver el mar, que nunca lo he visto. Y me encantaría poder ir contigo, sé que sería mucho mejor que ir con cualquier otra persona. O a Madrid, y me presentas a tu hermana, que tengo ganas de conocerla.

     Yo continué llorando sin parar cogiendo la mano de Inés. No era capaz ni de mirarla, me sentía tan sucio que parar de existir sería lo mejor que me podría pasar en aquel momento. La vergüenza que sentía allí era mucho mayor que la que había sufrido al ingresar en prisión,cuando me despojaron de todo lo que había guardado, excepto la fotografía de mi hermana, que había logrado esconder debajo del pie. Aquella foto fue lo único que me mantuvo con fuerzas en aquel zulo en el que vivía con un borracho doliente de hepatitis.Después pude recuperar la pistola que me había dado mi padre gracias a mi compañero de la celda de al lado, que tras un intento de fuga pudo hacerse con ella de casualidad, y me la pasó por un agujero que comunicaba las dos celdas. La peste era insoportable, el frío era gélido como el aliento de un espíritu y la cantidad de comida era totalmente mísera, no daba ni para alimentar a un bebé. Los piojos eran los reyes de mi cabeza que, aún estando rapada, constituía un buen poblado para ellos y para sus fechorías. Pero todo terminó aquel día que encontré al borracho muerto y tuve que llamar a mis amigos los guardias, que tardaron dos horas en llamar a algún sirviente que recogiese el fiambre. Yo, dándole poca importancia, me metí en la cama y solamente saludé a los dos funcionarios que iban a recoger el cadáver con un saco, pero nada más les dije. Fue entonces cuando Dios me sonrió enseñándome sus dientes perfectos, los funcionarios salieron de la celda para buscar una camilla para transportar al difunto. No lo pensé dos veces, desnudé al borrachín e hice el bulto en la cama con su ropa, y pasé el cadáver al agujero que él mismo excavaba todas las noches para intentar fugarse.Me metí en el saco con mis cosas y me hice totalmente el muerto, tres días en la fosa común, hasta que pude salir. Durante esos tres días, pude oír perfectamente cómo los guardias mantenían una conversación sobre mi desaparición, y aseguraban que los funcionarios habían dicho que yo también había muerto y que me habían metido en un saco con el borrachín, seguramente porque se imaginaban lo que había hecho y porque de admitir mi fuga, se les habría caído el pelo a ellos también. Y ellos, con su ignorancia, se lo creían como niños. De vez en cuando, para matar el tiempo, comenzaban a rematar cadáveres, pero a mí, que estuve tapado por tres cadáveres encima, nunca nada me había tocado. No podía respirar muy bien, pero si me mantenía quieto y despierto, podía contenerme y vivir respirando lo mínimo. Entonces, la alarma de fuga hizo que todos los guardias acudiesen a poner orden al lugar de dónde habían salido los fugados, dejando la fosa a solas. Cuando comprobé que no había nadie, me escabullí de entre los cadáveres y me eché a correr todo lo rápido que mis débiles piernas me permitían, hasta llegar al felpudo de Freire. Y ahora serle tan ruín a aquella persona que me había acogido como un padre era algo imperdonable, debería echarme de su casa y descubrirme de una vez. No fui capaz tampoco de contestarle a Inés, que me miraba con los ojos llenos de pena soportando todos sus dolores. Pero entonces sucedió algo que activó mi adrenalina por completo. Alguien llamó a la puerta, y pude oír, sin lugar a dudas, la voz de mi hermana acompañada de la del estudiante de medicina. Presa del pánico, comencé a mirar a mi alrededor buscando un escondite, la ventana, el cesto de la ropa y el agujero de debajo del pilón de la ropa. Ahí me metí a carreras, ignorando mi tristeza y conteniendo el llanto. Efectivamente, allí fueron y saludaron a Inés.

       -He estado consultando libros-comenzó Maximiliano-y no he encontrado qué puede ser eso en cuanto a enfermedades. Puede ser algo raro, no estoy seguro, alguna enfermedad tropical, quizá.

       -Una cosa, Max -intervino mi hermana, audazmente- ¿Y si no es una enfermedad de humanos? No sería la primera vez que un bicho contagia una enfermedad.

       -Ahí has estado aguda, aunque yo quiero ser médico, no veterinario, así que me queda fuera de la mano.

       -¿Y no dijiste que era parecida a una gripe aviar? Pues puede ser una enfermedad que provenga de aves, entonces. Sería muy lógico.

       -Maximiliano, tu chica tiene madera de médico.

       -No se crea, señorita, que yo veo un poquito de sangre y ya me ve a mi en el suelo. Pero he leído muchos libros, ¿sabe? Y qué he de decirle,supongo que eso tendrá sus efectos.

       -Y los tiene.-aseguró Inés-Damián se pasa la noche con alguno en la mano y ya se ve cómo es.

       -A todo esto, ¿dónde está?-preguntó Maximiliano, haciéndome sudar en frío-Quería hablar con él de unos asuntos en los que seguramente él es más diestro que yo.

       -Creo que ha salido. Déjame el recado, que yo se lo doy.

       -Dile que le agradecería que me ayudase a lidiar unos asuntos con la Guardia Civil, sobre un desaparecido.

       -¿Mi hermano? ¿Se supone que eso era una sorpresa?-Se sorprendió Inés

       -El mío.-Interrumpió mi hermana-Que no puedo enterrar una caja vacía.

       -¿Y cómo es que has venido aquí para eso?

       -Se lo contaría, pero es una historia larga. Diremos que soy lista como el hambre y que a mí la Guardia Civil no me anda con jueguecitos.

       -Madre mía. Entonces, ya puestos a ello, ¿os puedo pedir que busquéis a mi hermano?

       -Por supuesto.-Aseguró Maximiliano, sin conocer mi opinión al respecto-Por mi amigo, lo que sea.

     Solamente era capaz de pensar en la solución de todo aquello. Una honda depresión se apoderó de mí, sumergiéndome en una deshonrosa indecisión falta de ética que quizás me pesaría el resto de mi vida. Si levantaba el polvo sobre mi desaparición, una gran polvareda traducida en un gran revuelo social, acabaría con mi ejecución pública en la Puerta del Sol; y si se lo decía, sería otra persona más a conocer mi secreto, y por lo tanto, también más peligro. Aún cuando lograron irse Maximiliano y mi hermana, no salí de mi escondite. Inés, mirándome en la distancia, se compadecía de mí.

       -Tanto monta, monta tanto...Tu hermana y tú. No seas tonto, díselo y se quedará tranquila.