lunes, 2 de noviembre de 2015

VIII: Violada

     Ella lo sabía. Todo era sospechoso, y sentía la impetuosa necesidad de juntar todas las piezas del rompecabezas. Mala hierba nunca muere, pensó mientras cerraba con llave la vieja puerta carcomida. Doña Victoria, su madre, ya hecha a la idea de que su hijo había desaparecido para siempre entre los cadáveres de otros tantos hombres, había comenzado a vivir únicamente para encerrarse en su alcoba. Raramente salía de allí, y eso le facilitaba demasiado las cosas. Invisible, entre la multitud de la calle, reflexionaba sobre cómo había sucedido todo mientras un cigarro se consumía entre sus labios calada a calada. Sacó la misiva de la muerte del bolsillo del delantal y la abrió con el cigarrillo humeante entre los dedos, parada delante del puesto de correos. Esclarecería todo eso, y no le llevaría mucho tiempo.

     Aquella larga y tediosa enfermedad me había hecho perder 500 pesetas y medio mes de trabajo. Muchos de mis compañeros de la redacción habían tenido la dignidad de visitarme y echarme de menos entre el laberinto de mesas y el sonido de las máquinas de escribir. Echaba de menos ese ambiente, pero todavía debía resguardarme de cargas de trabajo innecesarias. Durante mi enfermedad, había adquirido más conocimientos sobre Letras de los que quizás podría tener el Damián de verdad, y siendo sincero como suelo ser, estaba encantado con ese hecho, me había ayudado a ver que las letras tenían una magia ilimitada dentro de sí, mientras los números se alejaban de mi apreciación de la perfección. Cuando pronuncias un número, un límite se establece; mientras que nombrando una letra, infinitas cosas pueden surgir de tu mente. Había caído en que las letras no eran una rutina para ganarse el pan, sino que eran, sin exagerar, puro arte. Muchos libros yacían en mi mesa de noche, pendientes de su devolución en la biblioteca. Los observaba sentado en la cama, cuando decidí darle una visita al bibliotecario para devolverle a su establecimiento lo que había cogido prestado. Como la enfermedad había afectado gravemente a mi sistema digestivo, desayunar no era una opción, así que decidí asearme tranquilamente. Me quité la camisa delante del espejo del baño y observé cómo había perdido peso desmesuradamente: los calzoncillos, de no ser porque tenían cordel en lugar de botones, andarían barriendo el suelo y me imaginé otro tanto en los pantalones, además de que era evidente que cabía otro Ángel dentro de la camisa. Me miré la cara y pude apreciar cómo las legañas establecían su poblado en mis bordes oculares y mi barba hacía un frente armado preparándose para la invasión de toda la cara. Cogí la crema de afeitar y me dispuse a comenzar la guerra, cuando alguien comenzó a golpear la puerta. Supuse que sería un hombre calvo que me había robado 500 pesetas, y ni siquiera me limpié la crema de la cara. Aunque estas cosas siempre suelen salirme mal, y esta vez no fue excepción.

       -¡Hombre, señor! ¡Parece usted una peineta!-Saludó Encarna, con la que había hecho muy buenas migas durante mi enfermedad. Me recordaba a una vecina mía de Madrid, Milagritos, que también era muy dada a decir lo que pensaba. Lo que las separaba claramente era su profesión: Milagritos era apodada "La panadera",  por su curiosa forma de ganarse la vida: alquilar su horno al pecado.

       -Pasen, que con la puerta abierta ha de pasar algún vecino y seré objeto de cotilleo una buena temporada. Y disculpen mi descuidado, no me ha parecido su visita.

       -¿Ha desayunado usted, don Damián?

       -Mi estómago no lo pide. -Dije, sentándome en una silla del comedor, todavía con la crema de afeitar en la cara.

       -Su estómago no, pero su cuerpo no lo pide porque no habla.-Me fijé en que Inés ni siquiera me miraba a la cara y su rostro denotaba cierta tristura y desamparo.-¡Mírese! ¡Una raspa de pescado está hecho!¡Déjese usted de tonterías y vaya a afeitarse mientras le preparamos el desayuno!

       -Sí, madre, ahora mismo.-Entoné obedientemente, para vacilar. Inés no reaccionaba a nuestras gracias como habitualmente, de tal modo que me acerqué a ella y le di un beso en la mejilla, dejando su suave cara con una mancha de crema de afeitar.

       -Señor, eso no se hace.-Retrucó Encarna con un cierto tono de indignación, mientras el rostro de Inés se plantaba con la misma expresión.

       -Madre, ¿ve que ella se haya quejado?- Escarnecí de nuevo, acariciando a Inés.

       -Porque no sabe quejarse.

       -O eso cree usted. Enseguida vuelvo.

     Me dirigí al baño, donde, mirándome al espejo del lavabo, declaré la guerra a los soldados de la barba. Cuando ya casi había terminado y estaba repasándome las patillas, entró Inés, con cara seria.

       -Te pediría permiso para entrar, pero tienes la puerta abierta.

       -Tú no tienes que pedir permiso, eres bienvenida siempre. ¿Y Encarna?¿A dónde ha ido?

       -A comprar leche, que no queda. Te ha cogido dinero de la chaqueta.

       -La Providencia ha puesto en nuestras manos tal oportunidad. Aprovechémosla.-Invité yo antes de lavarme la cara.

       -Quería hablar contigo cuanto antes. -En ese momento, pareció que envejeciese un año entero, y una lágrima resbaló por su cara como un trineo por la nieve. Me sentí mal al instante por no darme cuenta de que la desdicha había azotado su vida a latigazos, y daba la sensación de que quizás el que iba a oír fuese uno de los peores. Me acerqué a ella y, suavemente, acaricié con una mano su mejilla izquierda y con la otra la cogí por la cadera derecha.

       -¿De qué se trata?

       -Que no aguanto más en la casa de Puig.-de repente, rompió a llorar- Ayer por la noche, bebió demasiado, estaba yo recogiendo ya mis cosas para irme, cuando apareció él, me agarró de los pelos, me inmovilizó en la mesa de la cocina y ... me violó.

     No pude evitar sentir ese mismo dolor dentro de mí, imaginándome que un hombre nada atractivo, misógino y borracho me atacaba las entrañas. Un sentimiento de empatía que muchos califican de débiles, pero que sin embargo, es necesario para ser persona. Mientras la abrazaba, una mezcla de sensaciones afloró en mi mente, haciendo que desconociese si estaba enfadado, triste, con ganas de matarlo o simplemente indignado.No podía creer que un hombre de su rango y posición social fuese capaz de tal atrocidad, el hombre descarado al que pagué 500 pesetas por curarme una enfermedad.

       -Hay que ser malnacido. -le di un beso en la mejilla- Esto no quedará así, como que me llamo Án... Damián.-rectifiqué-El mastuerzo ese se va a enterar.

       -Me dijo que como se lo contara a alguien, me mataría. No quiero ir allí ni dormir en mi casa, sabe que puede encontrarme en ella y temo que me pegue un tiro mientras duermo, que me envenene o algo así.

       -De momento, te quedarás con mi padre y conmigo. Tenemos el despacho de mi madre libre, así que supongo que no habrá problema. Ya te buscaremos un sitio donde trabajar cuando ese rufián esté entre rejas.

       - No puedo quedarme aquí, y si se entera, os matará y no tendrá escrúpulos. Y más después de cómo dejaste a su hija en la estacada en su día.

       -¿Te fías de mí?

       -Mucho.-Afirmó ella, sin mirarme, entre sollozos. Verla así se me hizo más duro que mi estancia en prisión y mi enfermedad juntas.

       -¿En serio?¿De un hombre que te abraza en calzoncillos y que siempre que se afeita le queda una patilla más larga que la otra? -Se rió con la cara empapada y se puso de puntillas para darme un beso. Sentí como, tras verla así, un gran peso se me quitó de encima.

       -Claro, según Encarna, eres mi novio. Y por lo tanto, yo te quiero igual en calzoncillos y con una patilla más larga que la otra.

       -Pues te quedas aquí. No te pasará nada, ya verás.

       -Te estoy muy agradecida, de verdad.

   Enseguida reparé en sus atuendos sucios, gastados y harapientos, que denotaban bien su condición de criada pobre y maltratada, que no tenía recursos como para tener otra cosa.

       -Ponte otra cosa, que en esta casa no estás trabajando. Aquí no hay criados, cada uno se sirve a sí mismo sin necesidad de nadie.

       -No tengo otra cosa aquí, tendría que ir a casa a por ropa, pero... no me atrevo.

       -Ya iré yo más tarde, no te preocupes. De momento, te pondrás algo de mi madre, y el sábado, según me encuentre, iremos a comprar ropa para ti. ¿Te parece bien?

       -No, porque apenas me queda dinero. ¡Como para comprar ropa estoy yo!

       -¿Quién ha dicho que fuese tu dinero? Ha venido hace poco el director del periódico, Suárez, y me ha dado mi primer sueldo. Me ha dicho que no tendría en cuenta mi enfermedad, que merecía el dinero por mi charla en francés con un médico de las afueras. Así que, si en algo he de gastármelo, me encantaría que fuese en tu merced.

       -Pero tú has sido el que lo ha ganado...

       -...y por lo tanto yo mismo elijo en qué gastármelo.

     Súbitamente, un portazo nos interrumpió la conversación. Los pasos de alguien corriendo se acercaban al aseo. Encarna apareció delante de nosotros enrojecida, sudando y abanicándose la cara con la mano.

        -Don Damián...

        -Dígame, señorita.

        -Ahí fuera, delante de la barbería, han matado al mozo de la leche de un tiro y quieren llevarse preso al señor Burillo.

        -¿He oído bien? ¡Pero si ese hombre era la bondad personificada, nunca sería capaz de matar una mosca, para cuanto más una persona!

        -La desdicha ataca siempre a los pobres...-Murmuró Inés- Ese es el pago que Dios ofrece por cumplir lo que él mismo predica...

        -Tengo que ir allí como sea. Señoritas, quédense aquí, que enseguida me pongo mis vestiduras y marcho hacia el lugar del crimen.

        -Damián... -murmuró Inés.

        -¿Qué desea Su Alteza?

        -Cuidado con la mujer de vestido azul, zapatos de tacón y barra de labios color rojo pasión. Se ha enterado de que el hombre que la dejó ha venido y le armará un lío a ese hombre, y él sin ni siquiera haberla visto nunca.

     Me quedé observándola, nervioso. Sospechaba de mi falsa identidad de alguna forma, aunque quizás me estuviese alarmando. Muchos pensamientos se mezclaron en mi mente: si se enteraba más gente, Freire podría estar muerto a tiro de escopeta, Inés sería violada al antojo de otros tantos cerdos y yo acabaría de nuevo en la sala de torturas, pero saliendo con los pies por delante. Debía explicarle las cosas antes de que cometiese un error, un error del que siempre se arrepentiría. Abandoné el aseo con la mente nublada en pensamientos, sin ver apenas qué había delante de mí y esquivando la escucha de cualquier palabra ajena a mi mente, haciendo así que, al llegar a mi cuarto, me quedase paralizado mirando a la nada. Quizás debería desaparecer y dejar de complicarle la vida a una gente que no tenía nada que ver con mis "crímenes".