sábado, 4 de abril de 2015

I: El verdadero muerto

     Suárez me vigilaba desde su distante mesa, que se encontraba detrás de una vidriera al fondo de la redacción. Era el director del periódico y, aunque lo había conocido ayer en su asertiva entrevista, no tenía la menor duda de que que sabía ejercer bien su puesto jerárquico. Me había asignado el puesto de publicidad, donde estaba a salvo de la subjetividad y de la excesiva adjetivación que me habían encarcelado un mes antes, aunque él no fuese consciente de ese hecho. Si por el hecho de ser consciente fuese, no conocía ni mi nombre real, ni mi pasado, ni mis verdaderos ideales políticos. Ahora vivía como el hijo del señor Freire, que en un supuesto, había vuelto de su licenciatura en Letras. La realidad era que me había salvado de la muerte, el peor de todos los destinos.

     Días atrás, había conseguido llegar a la puerta del señor Freire, un notario rojo con fachada de franquista, y tener la suerte de que, tras contarle mi historia, me acogiese y me implantase la identidad de su difunto hijo, que había muerto de cólera hace dos años aproximadamente. Todos semejaban conocerme y la frase que más escuchaba últimamente era "¡Cuánto has cambiado!", aunque yo nunca hubiese visto a nadie de esa ciudad. A todo esto, me encontraba en Burgos, donde jamás hubiese imaginado estar. Yo, venido desde el Madrid más fino y distinguido, pasé un viaje corto para llegar a este destino. Quizá fuese que, cuando alguien huele a la muerte de cerca, el dios Tiempo acelera el paso de minutos y segundos para que todo pase cuanto antes.

     Pensando esto había redactado mal el anuncio de un establecimiento de venta de telas, justo cuando Suárez paseaba insinuante por el laberinto de mesas que dominaba. Me quedé inmóvil sin saber que hacer. Si lo tiraba, no había hecho nada en toda la mañana y si lo dejaba, mis virtudes periodísticas habrían dejado mucho que desear ante las expectativas. Entonces, me di cuenta de que mi compañero de la sección de publicidad había desaparecido y, como acto reflejo, cogí sus anuncios ya hechos y los puse en mi mesa. Suárez respiraba detrás de mí. Yo dudaba de si se habría dado cuenta de mi trampa. Cogió los anuncios, los revisó y, con una sonrisa, me removió el pelo. Me había salvado por poco.

     Transcurrido este primer día, llegué a casa y el señor Freire no estaba. Supuse que habría salido a hacer la compra. Dejé mi maletín en mi nueva habitación y me fui a la sala de estar a fumar un cigarro. Observé aquella estancia con atención y me fijé en una caja que había en medio de los libros de una estantería. No pude resistirme a la tentación y la abrí, bien atento por si mi anfitrión volvía a casa por sorpresa. Allí reposaban, como si de un ataúd se tratase, las fotos familiares de Freire. Una fotografía de una chica de cabellos claros y bucles, con un vestido de estampado de flores. La escena era un campo de cebada, posiblemente en verano por el cielo, que parecía estar despejado. En el reverso ponía 1918. Más abajo había fotos de la misma chica con Freire, supuse que era su mujer que, por lo que me había contado por la mañana en el desayuno, se volvió loca, diciendo que había un hombre paseando todas las noches que quería matarlo y al final no quedó otro remedio que ingresarla en un psiquiátrico. En otra fotografía salía un bebé de diez meses, más o menos, sentado en una silla de estudio. En el reverso se leía un pequeño 1920. Después, se continuaban fotos del mismo niño, del que yo tomé mi nombre falso: Damián. En el fondo de la caja reposaba una carta, dirigida al señor Freire, que también leí. Iba acompañada de una foto de estudio de un joven de mi edad, Damián. Miré fijamente esa fotografía mientras tocaba mi bigote. Me levanté y me puse delante del espejo de pie. En cierto modo, me daba un aire a él, pero no me parecía tanto como para engañar a todo el pueblo. Él llevaba gafas, el pelo peinado hacia un lado y estaba más fuerte que yo. Si quería seguir vivo, debía comenzar a querer parecerme a él.

    Dejé en el sobre la carta, pero me quedé con la fotografía. Devolví la caja a su sitio y continué observando la fotografía atentamente mientras absorbía las últimas caladas de mi cigarro. No sabía quién estaba muerto, si Damián Freire o yo, Ángel Moreda.